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El guardián de las llaves 4 ÷àñòü



—Hace muchos años —respondió Hagrid.

Compraron los libros de Harry en una tienda llamada Flourish y Blotts, en donde los estantes estaban llenos de li­bros hasta el techo. Había unos grandiosos forrados en piel, otros del tamaño de un sello, con tapas de seda, otros llenos de símbolos raros y unos pocos sin nada impreso en sus páginas. Hasta Dudley, que nunca leía nada, habría deseado tener alguno de aquellos libros. Hagrid casi tuvo que arras­trar a Harry para que dejara Hechizos y contrahechizos (encante a sus amigos y confunda a sus enemigos con las más recientes venganzas: Pérdida de Cabello, Piernas de Mante­quilla, Lengua Atada y más, mucho más), del profesor Vin­dictus Viridian.

—Estaba tratando de averiguar cómo hechizar a Dudley

—No estoy diciendo que no sea una buena idea, pero no puedes utilizar la magia en el mundo muggle, excepto en cir­cunstancias muy especiales —dijo Hagrid—. Y de todos mo­dos, no podrías hacer ningún hechizo todavía, necesitarás mucho más estudio antes de llegar a ese nivel.

Hagrid tampoco dejó que Harry comprara un sólido cal­dero de oro (en la lista decía de peltre) pero consiguieron una bonita balanza para pesar los ingredientes de las pociones y un telescopio plegable de cobre. Luego visitaron la droguería, tan fascinante como para hacer olvidar el horrible hedor, una mezcla de huevos pasados y repollo podrido. En el suelo ha­bía barriles llenos de una sustancia viscosa y botes con hier­bas. Raíces secas y polvos brillantes llenaban las paredes, y manojos de plumas e hileras de colmillos y garras colgaban del techo. Mientras Hagrid preguntaba al hombre que esta­ba detrás del mostrador por un surtido de ingredientes bási­cos para pociones, Harry examinaba cuernos de unicornio plateados, a veintiún galeones cada uno, y minúsculos ojos negros y brillantes de escarabajos (cinco knuts la cucharada).

Fuera de la droguería, Hagrid miró otra vez la lista de Harry

—Sólo falta la varita... Ah, sí, y todavía no te he buscado un regalo de cumpleaños.

Harry sintió que se ruborizaba.

—No tienes que...

—Sé que no tengo que hacerlo. Te diré qué será, te com­praré un animal. No un sapo, los sapos pasaron de moda hace años, se burlarán... y no me gustan los gatos, me hacen estornudar. Te voy a regalar una lechuza. Todos los chicos quieren tener una lechuza. Son muy útiles, llevan tu corres­pondencia y todo lo demás.

Veinte minutos más tarde, salieron del Emporio de la Lechuza, que era oscuro y lleno de ojos brillantes, susurros y aleteos. Harry llevaba una gran jaula con una hermosa le­chuza blanca, medio dormida, con la cabeza debajo de un ala.

Y no dejó de agradecer el regalo, tartamudeando como el pro­fesor Quirrell.

—Ni lo menciones —dijo Hagrid con aspereza—. No creo que los Dursley te hagan muchos regalos. Ahora nos queda solamente Ollivander, el único lugar donde venden varitas, y tendrás la mejor.

Una varita mágica... Eso era lo que Harry realmente ha­bía estado esperando.

La última tienda era estrecha y de mal aspecto. Sobre la puerta, en letras doradas, se leía: «Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.». En el polvoriento esca­parate, sobre un cojín de desteñido color púrpura, se veía una única varita.

Cuando entraron, una campanilla resonó en el fondo de la tienda. Era un lugar pequeño y vacío, salvo por una silla larguirucha donde Hagrid se sentó a esperar. Harry se sentía algo extraño, como si hubieran entrado en una biblioteca muy estricta. Se tragó una cantidad de preguntas que se le acaba­ban de ocurrir, y en lugar de eso, miró las miles de estrechas cajas, amontonadas cuidadosamente hasta el techo. Por al­guna razón, sintió una comezón en la nuca. El polvo y el silen­cio parecían hacer que le picara por alguna magia secreta.

—Buenas tardes —dijo una voz amable.

Harry dio un salto. Hagrid también debió de sobresal­tarse porque se oyó un crujido y se levantó rápidamente de la silla.

Un anciano estaba ante ellos; sus ojos, grandes y páli­dos, brillaban como lunas en la penumbra del local.

—Hola —dijo Harry con torpeza.

—Ah, sí —dijo el hombre—. Sí, sí, pensaba que iba a ver­te pronto. Harry Potter. —No era una pregunta—. Tienes los ojos de tu madre. Parece que fue ayer el día en que ella vino aquí, a comprar su primera varita. Veintiséis centímetros de largo, elástica, de sauce. Una preciosa varita para encanta­mientos.

El señor Ollivander se acercó a Harry. El muchacho de­seó que el hombre parpadeara. Aquellos ojos plateados eran un poco lúgubres.

—Tu padre, por otra parte, prefirió una varita de caoba. Veintiocho centímetros y medio. Flexible. Un poquito más poderosa y excelente para transformaciones. Bueno, he di­cho que tu padre la prefirió, pero en realidad es la varita la que elige al mago.

El señor Ollivander estaba tan cerca que él y Harry casi estaban nariz contra nariz. Harry podía ver su reflejo en aquellos ojos velados.

—Y aquí es donde...

El señor Ollivander tocó la luminosa cicatriz de la frente de Harry, con un largo dedo blanco.

—Lamento decir que yo vendí la varita que hizo eso —dijo amablemente—. Treinta y cuatro centímetros y cuarto. Una varita poderosa, muy poderosa, y en las manos equivoca­das... Bueno, si hubiera sabido lo que esa varita iba a hacer en el mundo...

Negó con la cabeza y entonces, para alivio de Harry, fijó su atención en Hagrid.

—¡Rubeus! ¡Rubeus Hagrid! Me alegro de verlo otra vez... Roble, cuarenta centímetros y medio, flexible... ¿Era así?

—Así era, sí, señor —dijo Hagrid.

—Buena varita. Pero supongo que la partieron en dos cuando lo expulsaron —dijo el señor Ollivander, súbitamen­te severo.

—Eh..., sí, eso hicieron, sí —respondió Hagrid, arrastrando los pies—. Sin embargo, todavía tengo los pedazos —aña­dió con vivacidad.

—Pero no los utiliza, ¿verdad? —preguntó en tono severo.

—Oh, no, señor —dijo Hagrid rápidamente. Harry se dio cuenta de que sujetaba con fuerza su paraguas rosado.

—Mmm —dijo el señor Ollivander, lanzando una mira­da inquisidora a Hagrid—. Bueno, ahora, Harry.. Déjame ver. —Sacó de su bolsillo una cinta métrica, con marcas pla­teadas—. ¿Con qué brazo coges la varita?

—Eh... bien, soy diestro —respondió Harry.

—Extiende tu brazo. Eso es. —Midió a Harry del hombro al dedo, luego de la muñeca al codo, del hombro al suelo, de la rodilla a la axila y alrededor de su cabeza. Mientras medía, dijo—: Cada varita Ollivander tiene un núcleo central de una poderosa sustancia mágica, Harry. Utilizamos pelos de uni­cornio, plumas de cola de fénix y nervios de corazón de dra­gón. No hay dos varitas Ollivander iguales, como no hay dos unicornios, dragones o aves fénix iguales. Y, por supuesto, nunca obtendrás tan buenos resultados con la varita de otro mago.

De pronto, Harry se dio cuenta de que la cinta métrica, que en aquel momento le medía entre las fosas nasales, lo hacía sola. El señor Ollivander estaba revoloteando entre los estantes, sacando cajas.

—Esto ya está —dijo, y la cinta métrica se enrolló en el suelo—. Bien, Harry Prueba ésta. Madera de haya y nervios de corazón de dragón. Veintitrés centímetros. Bonita y flexi­ble. Cógela y agítala.

Harry cogió la varita y (sintiéndose tonto) la agitó a su alrededor, pero el señor Ollivander se la quitó casi de inme­diato.

—Arce y pluma de fénix. Diecisiete centímetros y cuarto. Muy elástica. Prueba...

Harry probó, pero tan pronto como levantó el brazo el se­ñor Ollivander se la quitó.

—No, no... Ésta. Ébano y pelo de unicornio, veintiún cen­tímetros y medio. Elástica. Vamos, vamos, inténtalo.

Harry lo intentó. No tenía ni idea de lo que estaba bus­cando el señor Ollivander. Las varitas ya probadas, que esta­ban sobre la silla, aumentaban por momentos, pero cuantas más varitas sacaba el señor Ollivander, más contento pare­cía estar.

—Qué cliente tan difícil, ¿no? No te preocupes, encon­traremos a tu pareja perfecta por aquí, en algún lado. Me pregunto... sí, por qué no, una combinación poco usual, acebo y pluma de fénix, veintiocho centímetros, bonita y flexible.

Harry tocó la varita. Sintió un súbito calor en los dedos. Levantó la varita sobre su cabeza, la hizo bajar por el aire polvoriento, y una corriente de chispas rojas y doradas esta­llaron en la punta como fuegos artificiales, arrojando manchas de luz que bailaban en las paredes. Hagrid lo vitoreó y aplau­dió y el señor Ollivander dijo:

—¡Oh, bravo! Oh, sí, oh, muy bien. Bien, bien, bien... Qué curioso... Realmente qué curioso...

Puso la varita de Harry en su caja y la envolvió en papel de embalar, todavía murmurando: «Curioso... muy curioso».

—Perdón —dijo Harry—. Pero ¿qué es tan curioso?

El señor Ollivander fijó en Harry su mirada pálida.

—Recuerdo cada varita que he vendido, Harry Potter. Cada una de las varitas. Y resulta que la cola de fénix de don­de salió la pluma que está en tu varita dio otra pluma, sólo una más. Y realmente es muy curioso que estuvieras desti­nado a esa varita, cuando fue su hermana la que te hizo esa cicatriz.

Harry tragó, sin poder hablar.

—Sí, veintiocho centímetros. Ajá. Realmente curioso cómo suceden estas cosas. La varita escoge al mago, recuér­dalo... Creo que debemos esperar grandes cosas de ti, Harry Potter... Después de todo, El-que-no-debe-ser-nombrado hizo grandes cosas... Terribles, sí, pero grandiosas.

Harry se estremeció. No estaba seguro de que el señor Ollivander le gustara mucho. Pagó siete galeones de oro por su varita y el señor Ollivander los acompañó hasta la puerta de su tienda.

 

 

Al atardecer, con el sol muy bajo en el cielo, Harry y Hagrid emprendieron su camino otra vez por el callejón Diagon, a través de la pared, y de nuevo por el Caldero Chorreante, ya vacío. Harry no habló mientras salían a la calle y ni si­quiera notó la cantidad de gente que se quedaba con la boca abierta al verlos en el metro, cargados con una serie de pa­quetes de formas raras y con la lechuza dormida en el regazo de Harry. Subieron por la escalera mecánica y entraron en la estación de Paddington. Harry acababa de darse cuenta de dónde estaban cuando Hagrid le golpeó el hombro.

—Tenemos tiempo para que comas algo antes de que sal­ga el tren —dijo.

Le compró una hamburguesa a Harry y se sentaron a co­mer en unas sillas de plástico. Harry miró a su alrededor. De alguna manera, todo le parecía muy extraño.

—¿Estás bien, Harry? Te veo muy silencioso —dijo Hagrid. Harry no estaba seguro de poder explicarlo. Había teni­do el mejor cumpleaños de su vida y, sin embargo, masticó su hamburguesa, intentando encontrar las palabras.

—Todos creen que soy especial —dijo finalmente—. Toda esa gente del Caldero Chorreante, el profesor Quirrell, el se­ñor Ollivander... Pero yo no sé nada sobre magia. ¿Cómo pue­den esperar grandes cosas? Soy famoso y ni siquiera puedo recordar por qué soy famoso. No sé qué sucedió cuando Vol... Perdón, quiero decir, la noche en que mis padres murieron.

Hagrid se inclinó sobre la mesa. Detrás de la barba enma­rañada y las espesas cejas había una sonrisa muy bondadosa.

—No te preocupes, Harry. Aprenderás muy rápido. To­dos son principiantes cuando empiezan en Hogwarts. Vas a estar muy bien. Sencillamente sé tú mismo. Sé que es difícil. Has estado lejos y eso siempre es duro. Pero vas a pasarlo muy bien en Hogwarts, yo lo pasé y, en realidad, todavía lo paso.

Hagrid ayudó a Harry a subir al tren que lo llevaría has­ta la casa de los Dursley y luego le entregó un sobre.

—Tu billete para Hogwarts —dijo—. El uno de septiem­bre, en Kings Cross. Está todo en el billete. Cualquier proble­ma con los Dursley y me envías una carta con tu lechuza, ella sabrá encontrarme... Te veré pronto, Harry.

El tren arrancó de la estación. Harry deseaba ver a Ha­grid hasta que se perdiera de vista. Se levantó del asiento y apretó la nariz contra la ventanilla, pero parpadeó y Hagrid ya no estaba.

 

 



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