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El guardián de las llaves 3 ÷àñòü



Subieron al bote. Harry todavía miraba a Hagrid, tra­tando de imaginárselo volando.

—Sin embargo, me parece una lástima tener que remar —dijo Hagrid, dirigiendo a Harry una mirada de soslayo—. Si yo... apresuro las cosas un poquito, ¿te importaría no men­cionarlo en Hogwarts?

—Por supuesto que no —respondió Harry, deseoso de ver más magia. Hagrid sacó otra vez el paraguas rosado, dio dos golpes en el borde del bote y salieron a toda velocidad hacia la orilla.

—¿Por qué tendría que estar uno loco para intentar ro­bar en Gringotts? —preguntó Harry.

—Hechizos... encantamientos —dijo Hagrid, desdoblan­do su periódico mientras hablaba—... Dicen que hay drago­nes custodiando las cámaras de máxima seguridad. Y además, hay que saber encontrar el camino. Gringotts está a cientos de kilómetros por debajo de Londres, ¿sabes? Muy por de­bajo del metro. Te morirías de hambre tratando de salir, aun­que hubieras podido robar algo.

Harry permaneció sentado pensando en aquello, mien­tras Hagrid leía su periódico, El Profeta. Harry había aprendi­do de su tío Vernon que a las personas les gustaba que las de­jaran tranquilas cuando hacían eso, pero era muy difícil, porque nunca había tenido tantas preguntas que hacer en su vida.

—El Ministerio de Magia está confundiendo las cosas, como de costumbre —murmuró Hagrid, dando la vuelta a la hoja.

—¿Hay un Ministerio de Magia? —preguntó Harry, sin poder contenerse.

—Por supuesto —respondió Hagrid—. Querían que Dum­bledore fuera el ministro, claro, pero él nunca dejará Hog­warts, así que el viejo Cornelius Fudge consiguió el traba­jo. Nunca ha existido nadie tan chapucero. Así que envía lechuzas a Dumbledore cada mañana, pidiendo consejos.

—Pero ¿qué hace un Ministerio de Magia?

—Bueno, su trabajo principal es impedir que los mug­gles sepan que todavía hay brujas y magos por todo el país.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Vaya, Harry, todos querrían soluciones mágicas para sus problemas. No, mejor que nos dejen tran­quilos.

En aquel momento, el bote dio un leve golpe contra la pared del muelle. Hagrid dobló su periódico y subieron los esca­lones de piedra hacia la calle.

Los transeúntes miraban mucho a Hagrid, mientras recorrían el pueblecito camino de la estación, y Harry no se lo podía reprochar: Hagrid no sólo era el doble de alto que cual­quiera, sino que señalaba cosas totalmente corrientes, como los parquímetros, diciendo en voz alta:

—¿Ves eso, Harry? Las cosas que esos muggles inventan, ¿verdad?

—Hagrid —dijo Harry, jadeando un poco mientras corre­teaba para seguirlo—, ¿no dijiste que había dragones en Grin­gotts?

—Bueno, eso dicen —respondió Hagrid—. Me gustaría tener un dragón.

—¿Te gustaría tener uno?

—Quiero uno desde que era niño... Ya estamos.

Habían llegado a la estación. Salía un tren para Londres cinco minutos más tarde. Hagrid, que no entendía «el dinero muggle», como lo llamaba, dio las monedas a Harry para que comprara los billetes.

La gente los miraba más que nunca en el tren. Hagrid ocupó dos asientos y comenzó a tejer lo que parecía una carpa de circo color amarillo canario.

—¿Todavía tienes la carta, Harry? —preguntó, mientras contaba los puntos.

Harry sacó del bolsillo el sobre de pergamino.

—Bien —dijo Hagrid—. Hay una lista con todo lo que ne­cesitas.

Harry desdobló otra hoja, que no había visto la noche an­terior, y leyó:

 

COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA

 

UNIFORME

Los alumnos de primer año necesitarán:

 

— Tres túnicas sencillas de trabajo (negras).

— Un sombrero puntiagudo (negro) para uso diario.

— Un par de guantes protectores (piel de dra­gón o semejante).

— Una capa de invierno (negra, con broches plateados).

 

(Todas las prendas de los alumnos deben llevar eti­quetas con su nombre.)

 

LIBROS

Todos los alumnos deben tener un ejemplar de los si­guientes libros:

El libro reglamentario de hechizos (clase 1), Miranda Goshawk.

Una historia de la magia, Bathilda Bagshot.

Teoría mágica, Adalbert Waffling.

Guía de transformación para principiantes, Emeric Switch.

Mil hierbas mágicas y hongos, Phyllida Spore.

Filtros y pociones mágicas, Arsenius Jigger.

Animales fantásticos y dónde encontrarlos, Newt Scamander.

Las Fuerzas Oscuras. Una guía para la autoprotección, Quentin Trimble.

 

RESTO DEL EQUIPO

1 varita.

1 caldero (peltre, medida 2).

1 juego de redomas de vidrio o cristal.

1 telescopio.

1 balanza de latón.

 

Los alumnos también pueden traer una lechuza, un gato o un sapo.

 

SE RECUERDA A LOS PADRES QUE ALOS DE PRI­MER AÑO NO SE LES PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS.

 

—¿Podemos comprar todo esto en Londres? —se pregun­tó Harry en voz alta.

—Sí, si sabes dónde ir —respondió Hagrid.

 

 

Harry no había estado antes en Londres. Aunque Hagrid pa­recía saber adónde iban, era evidente que no estaba acostum­brado a hacerlo de la forma ordinaria. Se quedó atascado en el torniquete de entrada al metro y se quejó en voz alta porque los asientos eran muy pequeños y los trenes muy lentos.

—No sé cómo los muggles se las arreglan sin magia —co­mentó, mientras subían por una escalera mecánica estropea­da que los condujo a una calle llena de tiendas.

Hagrid era tan corpulento que separaba fácilmente a la muchedumbre. Lo único que Harry tenía que hacer era man­tenerse detrás de él. Pasaron ante librerías y tiendas de músi­ca, ante hamburgueserías y cines, pero en ningún lado parecía que vendieran varitas mágicas. Era una calle normal, llena de gente normal. ¿De verdad habría cantidades de oro de ma­gos enterradas debajo de ellos? ¿Había allí realmente tiendas que vendían libros de hechizos y escobas? ¿No sería una broma pesada preparada por los Dursley? Si Harry no hubiera sabido que los Dursley carecían de sentido del humor, podría haber­lo pensado. Sin embargo, aunque todo lo que le había dicho Hagrid era increíble, Harry no podía dejar de confiar en él.

—Es aquí —dijo Hagrid deteniéndose—. El Caldero Chorreante. Es un lugar famoso.

Era un bar diminuto y de aspecto mugriento. Si Hagrid no lo hubiera señalado, Harry no lo habría visto. La gente, que pasaba apresurada, ni lo miraba. Sus ojos iban de la gran librería, a un lado, a la tienda de música, al otro, como si no pudieran ver el Caldero Chorreante. En realidad, Harry tuvo la extraña sensación de que sólo él y Hagrid lo veían. Antes de que pudiera decirlo, Hagrid lo hizo entrar.

Para ser un lugar famoso, estaba muy oscuro y destarta­lado. Unas ancianas estaban sentadas en un rincón, toman­do copitas de jerez. Una de ellas fumaba una larga pipa. Un hombre pequeño que llevaba un sombrero de copa hablaba con el viejo cantinero, que era completamente calvo y parecía una nuez blanda. El suave murmullo de las charlas se detu­vo cuando ellos entraron. Todos parecían conocer a Hagrid. Lo saludaban con la mano y le sonreían, y el cantinero buscó un vaso diciendo:

—¿Lo de siempre, Hagrid?

—No puedo, Tom, estoy aquí por asuntos de Hogwarts —respondió Hagrid, poniendo la mano en el hombro de Harry y obligándole a doblar las rodillas.

—Buen Dios —dijo el cantinero, mirando atentamente a Harry—. ¿Es éste... puede ser...?

El Caldero Chorreante había quedado súbitamente in­móvil y en silencio.

—Válgame Dios —susurró el cantinero—. Harry Pot­ter... todo un honor.

Salió rápidamente del mostrador, corrió hacia Harry y le estrechó la mano, con los ojos llenos de lágrimas.

—Bienvenido, Harry, bienvenido.

Harry no sabía qué decir. Todos lo miraban. La anciana de la pipa seguía chupando, sin darse cuenta de que se le ha­bía apagado. Hagrid estaba radiante.

Entonces se produjo un gran movimiento de sillas y, al minuto siguiente, Harry se encontró estrechando la mano de todos los del Caldero Chorreante.

—Doris Crockford, Harry. No puedo creer que por fin te haya conocido.

—Estoy orgullosa, Harry, muy orgullosa.

—Siempre quise estrechar tu mano... estoy muy compla­cido.

—Encantado, Harry, no puedo decirte cuánto. Mi nom­bre es Diggle, Dedalus Diggle.

—¡Yo lo he visto antes! —dijo Harry, mientras Dedalus Diggle dejaba caer su sombrero a causa de la emoción—. Us­ted me saludó una vez en una tienda.

—¡Me recuerda! —gritó Dedalus Diggle, mirando a to­dos—. ¿Habéis oído eso? ¡Se acuerda de mí!

Harry estrechó manos una y otra vez. Doris Crockford volvió a repetir el saludo.

Un joven pálido se adelantó, muy nervioso. Tenía un tic en el ojo.

—¡Profesor Quirrell! —dijo Hagrid—. Harry, el profesor Quirrell te dará clases en Hogwarts.

—P-P-Potter —tartamudeó el profesor Quirrell, apre­tando la mano de Harry—. N-no pue-e-do decirte l-lo conten­to que-e estoy de co-conocerte.

—¿Qué clase de magia enseña usted, profesor Quirrell?

—D-Defensa Contra las Artes O-Oscuras —murmuró el profesor Quirrell, como si no quisiera pensar en ello—. N-no es al-algo que t-tú n-necesites, ¿verdad, P-Potter? —Soltó una risa nerviosa—. Estás reuniendo el e-equipo, s-supongo. Yo tengo que b-buscar otro l-libro de va-vampiros. —Pareció aterrorizado ante la simple mención.

Pero los demás, no permitieron que el profesor Quirrell acaparara a Harry. Éste tardó más de diez minutos en despe­dirse de ellos. Al fin, Hagrid se hizo oír.

—Tenemos que irnos. Hay mucho que comprar. Vamos, Harry.

Doris Crockford estrechó la mano de Harry una última vez y Hagrid se lo llevó a través del bar hasta un pequeño patio cerrado, donde no había más que un cubo de basura y hierbajos.

Hagrid miró sonriente a Harry

—Te lo dije, ¿verdad? Te dije que eras famoso. Hasta el profesor Quirrell temblaba al conocerte, aunque te diré que habitualmente tiembla.

—¿Está siempre tan nervioso?

—Oh, sí. Pobre hombre. Una mente brillante. Estaba bien mientras estudiaba esos libros de vampiros, pero en­tonces cogió un año de vacaciones, para tener experiencias directas... Dicen que encontró vampiros en la Selva Negra y que tuvo un desagradable problema con una hechicera... Y desde entonces no es el mismo. Se asusta de los alumnos, tiene miedo de su propia asignatura... Ahora ¿adónde vamos, paraguas?

¿Vampiros? ¿Hechiceras? La cabeza de Harry era un torbellino. Hagrid, mientras tanto, contaba ladrillos en la pared, encima del cubo de basura.

—Tres arriba... dos horizontales... —murmuraba—. Co­rrecto. Un paso atrás, Harry

Dio tres golpes a la pared, con la punta de su paraguas.

El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio apareció un pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más tarde estaban contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid, un paso que llevaba a una calle con adoquines, que serpen­teaba hasta quedar fuera de la vista.

—Bienvenido —dijo Hagrid— al callejón Diagon.

Sonrió ante el asombro de Harry Entraron en el pasaje. Harry miró rápidamente por encima de su hombro y vio que la pared volvía a cerrarse.

El sol brillaba iluminando numerosos calderos, en la puerta de la tienda más cercana. «Calderos - Todos los Tama­ños - Latón, Cobre, Peltre, Plata - Automáticos - Plegables», decía un rótulo que colgaba sobre ellos.

—Sí, vas a necesitar uno —dijo Hagrid— pero mejor que vayamos primero a conseguir el dinero.

Harry deseó tener ocho ojos más. Movía la cabeza en to­das direcciones mientras iban calle arriba, tratando de mirar todo al mismo tiempo: las tiendas, las cosas que estaban fue­ra y la gente haciendo compras. Una mujer regordeta negaba con la cabeza en la puerta de una droguería cuando ellos pa­saron, diciendo: «Hígado de dragón a diecisiete sickles la onza, están locos...».

Un suave ulular llegaba de una tienda oscura que tenía un rótulo que decía: «El emporio de las lechuzas. Color par­do, castaño, gris y blanco». Varios chicos de la edad de Harry pegaban la nariz contra un escaparate lleno de escobas. «Mi­rad —oyó Harry que decía uno—, la nueva Nimbus 2.000, la más veloz.» Algunas tiendas vendían ropa; otras, telescopios y extraños instrumentos de plata que Harry nunca había visto. Escaparates repletos de bazos de murciélagos y ojos de anguilas, tambaleantes montones de libros de encantamien­tos, plumas y rollos de pergamino, frascos con pociones, glo­bos con mapas de la luna...

—Gringotts —dijo Hagrid.

Habían llegado a un edificio, blanco como la nieve, que se alzaba sobre las pequeñas tiendas. Delante de las puertas de bronce pulido, con un uniforme carmesí y dorado, había...

—Sí, eso es un gnomo —dijo Hagrid en voz baja, mien­tras subían por los escalones de piedra blanca. El gnomo era una cabeza más bajo que Harry. Tenía un rostro moreno e in­teligente, una barba puntiaguda y, Harry pudo notarlo, de­dos y pies muy largos. Cuando entraron los saludó. Entonces encontraron otras puertas dobles, esta vez de plata, con unas palabras grabadas encima de ellas.

 

Entra, desconocido, pero ten cuidado

Con lo que le espera al pecado de la codicia,

Porque aquellos que cogen, pero no se lo han ganado,

Deberán pagar en cambio mucho más,

Así que si buscas por debajo de nuestro suelo

Un tesoro que nunca fue tuyo,

Ladrón, te hemos advertido, ten cuidado

De encontrar aquí algo más que un tesoro.

 

—Como te dije, hay que estar loco para intentar robar aquí —dijo Hagrid.

Dos gnomos los hicieron pasar por las puertas plateadas y se encontraron en un amplio vestíbulo de mármol. Un cen­tenar de gnomos estaban sentados en altos taburetes, detrás de un largo mostrador, escribiendo en grandes libros de cuen­tas, pesando monedas en balanzas de cobre y examinando piedras preciosas con lentes. Las puertas de salida del vestí­bulo eran demasiadas para contarlas, y otros gnomos guia­ban a la gente para entrar y salir. Hagrid y Harry se acerca­ron al mostrador.

—Buenos días —dijo Hagrid a un gnomo desocupado—. Hemos venido a sacar algún dinero de la caja de seguridad del señor Harry Potter.

—¿Tiene su llave, señor?

—La tengo por aquí —dijo Hagrid, y comenzó a vaciar sus bolsillos sobre el mostrador, desparramando un puñado de galletas de perro sobre el libro de cuentas del gnomo. Éste frunció la nariz. Harry observó al gnomo que tenía a la dere­cha, que pesaba unos rubíes tan grandes como carbones bri­llantes.

—Aquí está —dijo finalmente Hagrid, enseñando una pequeña llave dorada.

El gnomo la examinó de cerca.

—Parece estar todo en orden.

—Y también tengo una carta del profesor Dumbledore —dijo Hagrid, dándose importancia—. Es sobre lo-que-us­ted-sabe, en la cámara setecientos trece.

El gnomo leyó la carta cuidadosamente.

—Muy bien —dijo, devolviéndosela a Hagrid—. Voy a ha­cer que alguien los acompañe abajo, a las dos cámaras. ¡Grip­hook!

Griphook era otro gnomo. Cuando Hagrid guardó todas las galletas de perro en sus bolsillos, él y Harry siguieron a Griphook hacia una de las puertas de salida del vestíbulo.

—¿Qué es lo-que-usted-sabe en la cámara setecientos trece? —preguntó Harry.

—No te lo puedo decir —dijo misteriosamente Hagrid—. Es algo muy secreto. Un asunto de Hogwarts. Dumbledore me lo confió.

Griphook les abrió la puerta. Harry, que había esperado más mármoles, se sorprendió. Estaban en un estrecho pasi­llo de piedra, iluminado con antorchas. Se inclinaba hacia abajo y había unos raíles en el suelo. Griphook silbó y un pe­queño carro llegó rápidamente por los raíles. Subieron (Ha­grid con cierta dificultad) y se pusieron en marcha.

Al principio fueron rápidamente a través de un laberinto de retorcidos pasillos. Harry trató de recordar, izquierda, de­recha, derecha, izquierda, una bifurcación, derecha, izquier­da, pero era imposible. El veloz carro parecía conocer su ca­mino, porque Griphook no lo dirigía.

A Harry le escocían los ojos de las ráfagas de aire frío, pero los mantuvo muy abiertos. En una ocasión, le pareció ver un estallido de fuego al final del pasillo y se dio la vuelta para ver si era un dragón, pero era demasiado tarde. Iban cada vez más abajo, pasando por un lago subterráneo en el que había gruesas estalactitas y estalagmitas saliendo del techo y del suelo.

—Nunca lo he sabido —gritó Harry a Hagrid, para ha­cerse oír sobre el estruendo del carro—. ¿Cuál es la diferen­cia entre una estalactita y una estalagmita?

—Las estalagmitas tienen una eme —dijo Hagrid—. Y no me hagas preguntas ahora, creo que voy a marearme.

Su cara se había puesto verde y, cuando el carro por fin se detuvo, ante la pequeña puerta de la pared del pasillo, Hagrid se bajó y tuvo que apoyarse contra la pared, para que dejaran de temblarle las rodillas.

Griphook abrió la cerradura de la puerta. Una oleada de humo verde los envolvió. Cuando se aclaró, Harry estaba jadeando. Dentro había montículos de monedas de oro. Mon­tones de monedas de plata. Montañas de pequeños knuts de bronce.

—Todo tuyo —dijo Hagrid sonriendo.

Todo de Harry, era increíble. Los Dursley no debían saber­lo, o se abrían apoderado de todo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Cuántas veces se habían quejado de lo que les costaba man­tener a Harry? Y durante todo aquel tiempo, una pequeña fortuna enterrada debajo de Londres le pertenecía.

Hagrid ayudó a Harry a poner una cantidad en una bolsa.

—Las de oro son galeones —explicó—. Diecisiete sickles de plata hacen un galeón y veintinueve knuts equivalen a un sickle, es muy fácil. Bueno, esto será suficiente para un curso o dos, dejaremos el resto guardado para ti. —Se volvió hacia Griphook—. Ahora, por favor, la cámara setecientos trece. ¿Y podemos ir un poco más despacio?

—Una sola velocidad —contestó Griphook.

Fueron más abajo y a mayor velocidad. El aire se volvió cada vez más frío, mientras doblaban por estrechos recodos. Llegaron entre sacudidas al otro lado de una hondonada sub­terránea, y Harry se inclinó hacia un lado para ver qué había en el fondo oscuro, pero Hagrid gruñó y lo enderezó, cogién­dolo del cuello.

La cámara setecientos trece no tenía cerradura.

—Un paso atrás —dijo Griphook, dándose importancia. Tocó la puerta con uno de sus largos dedos y ésta desapare­ció—. Si alguien que no sea un gnomo de Gringotts lo intenta, será succionado por la puerta y quedará atrapado —añadió.

—¿Cada cuánto tiempo comprueban que no se haya que­dado nadie dentro? —quiso saber Harry.

—Más o menos cada diez años —dijo Griphook, con una sonrisa maligna.

Algo realmente extraordinario tenía que haber en aque­lla cámara de máxima seguridad, Harry estaba seguro, y se inclinó anhelante, esperando ver por lo menos joyas fabulosas, pero la primera impresión era que estaba vacía. Entonces vio el sucio paquetito, envuelto en papel marrón, que estaba en el suelo. Hagrid lo cogió y lo guardó en las profundidades de su abrigo. A Harry le hubiera gustado conocer su contenido, pero sabía que era mejor no preguntar.

—Vamos, regresemos en ese carro infernal y no me ha­bles durante el camino; será mejor que mantengas la boca ce­rrada —dijo Hagrid.

 

 

Después de la veloz trayectoria, salieron parpadeando a la luz del sol, fuera de Gringotts. Harry no sabía adónde ir pri­mero con su bolsa llena de dinero. No necesitaba saber cuántos galeones había en una libra, para darse cuenta de que te­nía más dinero que nunca, más dinero incluso que el que Dudley tendría jamás.

—Tendrías que comprarte el uniforme —dijo Hagrid, se­ñalando hacia «Madame Malkin, túnicas para todas las oca­siones»—. Oye, Harry; ¿te importa que me dé una vuelta por el Caldero Chorreante? Detesto los carros de Gringotts. —To­davía parecía mareado, así que Harry entró solo en la tienda de Madame Malkin, sintiéndose algo nervioso.

Madame Malkin era una bruja sonriente y regordeta, vestida de color malva.

—¿Hogwarts, guapo? —dijo, cuando Harry empezó a ha­blar—. Tengo muchos aquí... En realidad, otro muchacho se está probando ahora.

En el fondo de la tienda, un niño de rostro pálido y pun­tiagudo estaba de pie sobre un escabel, mientras otra bruja le ponía alfileres en la larga túnica negra. Madame Malkin puso a Harry en un escabel al lado del otro, le deslizó por la cabeza una larga túnica y comenzó a marcarle el largo apro­piado.

—Hola —dijo el muchacho—. ¿También Hogwarts?

—Sí —respondió Harry.

—Mi padre está en la tienda de al lado, comprando mis libros, y mi madre ha ido calle arriba para mirar las varitas —dijo el chico. Tenía voz de aburrido y arrastraba las pala­bras—. Luego voy a arrastrarlos a mirar escobas de carre­ra. No sé por qué los de primer año no pueden tener una pro­pia. Creo que voy a fastidiar a mi padre hasta que me compre una y la meteré de contrabando de alguna manera.

Harry recordaba a Dudley

—¿Tú tienes escoba propia? —continuó el muchacho.

—No —dijo Harry.

—¿Juegas al menos al quidditch?

—No —dijo de nuevo Harry, preguntándose qué diablos sería el quidditch.

—Yo sí. Papá dice que sería un crimen que no me eligie­ran para jugar por mi casa, y la verdad es que estoy de acuer­do. ¿Ya sabes en qué casa vas a estar?

—No —dijo Harry, sintiéndose cada vez más tonto.

—Bueno, nadie lo sabrá realmente hasta que lleguemos allí, pero yo sé que seré de Slytherin, porque toda mi familia fue de allí. ¿Te imaginas estar en Hufflepuff? Yo creo que me iría, ¿no te parece?

—Mmm —contestó Harry, deseando poder decir algo más interesante.

—¡Oye, mira a ese hombre! —dijo súbitamente el chico, señalando hacia la vidriera de delante. Hagrid estaba allí, sonriendo a Harry y señalando dos grandes helados, para que viera por qué no entraba.

—Ése es Hagrid —dijo Harry, contento de saber algo que el otro no sabía—. Trabaja en Hogwarts.

—Oh —dijo el muchacho—, he oído hablar de él. Es una especie de sirviente, ¿no?

—Es el guardabosques —dijo Harry. Cada vez le gustaba menos aquel chico.

—Sí, claro. He oído decir que es una especie de salvaje, que vive en una cabaña en los terrenos del colegio y que de vez en cuando se emborracha. Trata de hacer magia y termi­na prendiendo fuego a su cama.

—Yo creo que es estupendo —dijo Harry con frialdad.

—¿Eso crees? —preguntó el chico en tono burlón—. ¿Por qué está aquí contigo? ¿Dónde están tus padres?

—Están muertos —respondió en pocas palabras. No te­nía ganas de hablar de ese tema con él.

—Oh, lo siento —dijo el otro, aunque no pareció que le importara—. Pero eran de nuestra clase, ¿no?

—Eran un mago y una bruja, si es eso a lo que te refieres

—Realmente creo que no deberían dejar entrar a los otros ¿no te parece? No son como nosotros, no los educaron para conocer nuestras costumbres. Algunos nunca habían oído hablar de Hogwarts hasta que recibieron la carta, ya te imaginarás. Yo creo que debería quedar todo en las familias de antiguos magos. Y a propósito, ¿cuál es tu apellido?

Pero antes de que Harry pudiera contestar, Madame Malkin dijo:

—Ya está listo lo tuyo, guapo.

Y Harry, sin lamentar tener que dejar de hablar con el chico, bajó del escabel.

—Bien, te veré en Hogwarts, supongo —dijo el muchacho.

Harry estaba muy silencioso, mientras comía el helado que Hagrid le había comprado (chocolate y frambuesa con trozos de nueces).

—¿Qué sucede? —preguntó Hagrid.

—Nada —mintió Harry. Se detuvieron a comprar perga­mino y plumas. Harry se animó un poco cuando encontró un frasco de tinta que cambiaba de color al escribir. Cuando sa­lieron de la tienda, preguntó:

—Hagrid, ¿qué es el quidditch?

—Vaya, Harry; sigo olvidando lo poco que sabes... ¡No sa­ber qué es el quidditch!

—No me hagas sentir peor —dijo Harry. Le contó a Hagrid lo del chico pálido de la tienda de Madame Malkin.

—... y dijo que la gente de familia de muggles no debe­rían poder ir...

—Tú no eres de una familia muggle. Si hubiera sabido quién eres... Él ha crecido conociendo tu nombre, si sus pa­dres son magos. Ya lo has visto en el Caldero Chorreante. De todos modos, qué sabe él, algunos de los mejores que he cono­cido eran los únicos con magia en una larga línea de muggles. ¡Mira tu madre! ¡Y mira la hermana que tuvo!

—Entonces ¿qué es el quidditch?

—Es nuestro deporte. Deporte de magos. Es... como el fútbol en el mundo muggle, todos lo siguen. Se juega en el aire, con escobas, y hay cuatro pelotas... Es difícil explicarte las reglas.

—¿Y qué son Slytherin y Hufflepuff?

—Casas del colegio. Hay cuatro. Todos dicen que en Huf­flepuff son todos inútiles, pero...

—Seguro que yo estaré en Hufflepuff —dijo Harry desa­nimado.

—Es mejor Hufflepuff que Slytherin —dijo Hagrid con tono lúgubre—. Las brujas y los magos que se volvieron malos habían estado todos en Slytherin. Quien-tú-sabes fue uno.

—¿Vol... perdón... Quien-tú-sabes estuvo en Hogwarts?



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