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El viaje desde el andén nueve y tres cuartos 3 ÷àñòü



Ya no quedaba mucha gente.

Moon... Nott... Parkinson... Después unas gemelas, Patil y Patil... Más tarde Perks, Sally-Anne... y, finalmente:

—¡Potter; Harry!

Mientras Harry se adelantaba, los murmullos se exten­dieron súbitamente como fuegos artificiales.

—¿Ha dicho Potter?

—¿Ese Harry Potter?

Lo último que Harry vio, antes de que el sombrero le ta­para los ojos, fue el comedor lleno de gente que trataba de verlo bien. Al momento siguiente, miraba el oscuro interior del sombrero. Esperó.

—Mm —dijo una vocecita en su oreja—. Difícil. Muy difícil. Lleno de valor, lo veo. Tampoco la mente es mala. Hay ta­lento, oh vaya, sí, y una buena disposición para probarse a sí mismo, esto es muy interesante... Entonces, ¿dónde te pondré?

Harry se aferró a los bordes del taburete y pensó: «En Slytherin no, en Slytherin no».

—En Slytherin no, ¿eh? —dijo la vocecita—. ¿Estás se­guro? Podrías ser muy grande, sabes, lo tienes todo en tu ca­beza y Slytherin te ayudaría en el camino hacia la grandeza. No hay dudas, ¿verdad? Bueno, si estás seguro, mejor que seas ¡GRYFFINDOR!

Harry oyó al sombrero gritar la última palabra a todo el comedor. Se quitó el sombrero y anduvo, algo mareado, hacia la mesa de Gryffindor. Estaba tan aliviado de que lo hubiera elegido y no lo hubiera puesto en Slytherin, que casi no se dio cuenta de que recibía los saludos más calurosos hasta el mo­mento. Percy el prefecto se puso de pie y le estrechó la mano vigorosamente, mientras los gemelos Weasley gritaban: «¡Tenemos a Potter! ¡Tenemos a Potter!». Harry se sentó en el lado opuesto al fantasma que había visto antes. Éste le dio una palmada en el brazo, dándole la horrible sensación de haberlo metido en un cubo de agua helada.

Podía ver bien la Mesa Alta. En la punta, cerca de él, es­taba Hagrid, que lo miró y levantó los pulgares. Harry le sonrió. Y allí, en el centro de la Mesa Alta, en una gran silla de oro, estaba sentado Albus Dumbledore. Harry lo reconoció de inmediato, por el cromo de las ranas de chocolate. El cabello plateado de Dumbledore era lo único que brillaba tanto como los fantasmas. Harry también vio al profesor Quirrell, el nervioso joven del Caldero Chorreante. Estaba muy extra­vagante, con un gran turbante púrpura.

Y ya quedaban solamente tres alumnos para seleccio­nar. A Turpin, Lisa le tocó Ravenclaw, y después le llegó el turno a Ron. Tenía una palidez verdosa y Harry cruzó los de­dos debajo de la mesa. Un segundo más tarde, el sombrero gritó: ¡GRYFFINDOR!

Harry aplaudió con fuerza, junto con los demás, mien­tras que Ron se desplomaba en la silla más próxima.

—Bien hecho, Ron, excelente —dijo pomposamente Percy Weasley, por encima de Harry, mientras que Zabini, Blaise era seleccionado para Slytherin. La profesora McGonagall enrolló el pergamino y se llevó el Sombrero Seleccionador.

Harry miró su plato de oro vacío. Acababa de darse cuen­ta de lo hambriento que estaba. Los pasteles le parecían algo del pasado.

Albus Dumbledore se había puesto de pie. Miraba con expresión radiante a los alumnos, con los brazos muy abier­tos, como si nada pudiera gustarle más que verlos allí.

—¡Bienvenidos! —dijo—. ¡Bienvenidos a un año nuevo en Hogwarts! Antes de comenzar nuestro banquete, quiero deciros unas pocas palabras. Y aquí están, ¡Papanatas! ¡Llo­rones! ¡Baratijas! ¡Pellizco!... ¡Muchas gracias!

Se volvió a sentar. Todos aplaudieron y vitorearon. Harry no sabía si reír o no.

—Está... un poquito loco, ¿no? —preguntó con aire inse­guro a Percy.

—¿Loco? —dijo Percy con frivolidad—. ¡Es un genio! ¡El mejor mago del mundo! Pero está un poco loco, sí. ¿Patatas, Harry?

Harry se quedó con la boca abierta. Los platos que ha­bía frente a él de pronto estuvieron llenos de comida. Nun­ca había visto tantas cosas que le gustara comer sobre una mesa: carne asada, pollo asado, chuletas de cerdo y de terne­ra, salchichas, tocino y filetes, patatas cocidas, asadas y fri­tas, pudín, guisantes, zanahorias, salsa de carne, salsa de to­mate y, por alguna extraña razón, bombones de menta.

Los Dursley nunca habían matado de hambre a Harry, pero tampoco le habían permitido comer todo lo que quería. Dudley siempre se servía lo que Harry deseaba, aunque no le gustara. Harry llenó su plato con un poco de todo, salvo los bombones de menta, y comenzó a comer. Todo estaba delicioso.

—Eso tiene muy buen aspecto —dijo con tristeza el fan­tasma de la gola, observando a Harry mientras éste cortaba su filete.

—¿No puede...?

—No he comido desde hace unos cuatrocientos años —dijo el fantasma—. No lo necesito, por supuesto, pero uno lo echa de menos. Creo que no me he presentado, ¿verdad? Sir Nicholas de Mimsy-Porpington a su servicio. Fantasma Residente de la Torre de Gryffindor.

—¡Yo sé quién es usted! —dijo súbitamente Ron—. Mi hermano me lo contó. ¡Usted es Nick Casi Decapitado!

—Yo preferiría que me llamaran Sir Nicholas de Mimsy... —comenzó a decir el fantasma con severidad, pero lo inte­rrumpió Seamus Finnigan, el del pelo color arena.

—¿Casi Decapitado? ¿Cómo se puede estar casi decapi­tado?

Sir Nicholas pareció muy molesto, como si su conversa­ción no resultara como la había planeado.

—Así —dijo enfadado. Se agarró la oreja izquierda y tiró. Teda su cabeza se separó de su cuello y cayó sobre su hombro, como si tuviera una bisagra. Era evidente que alguien había tratado de decapitarlo, pero que no lo había hecho bien. Pare­ció complacido ante las caras de asombro y volvió a ponerse la cabeza en su sitio, tosió y dijo: ¡Así que nuevos Gryffin­dors! Espero que este año nos ayudéis a ganar el campeo­nato para la casa. Gryffindor nunca ha estado tanto tiempo sin ganar. ¡Slytherin ha ganado la copa seis veces segui­das! El Barón Sanguinario se ha vuelto insoportable... Él es el fantasma de Slytherin.

Harry miró hacia la mesa de Slytherin y vio un fantasma horrible sentado allí, con ojos fijos y sin expresión, un rostro demacrado y las ropas manchadas de sangre plateada. Esta­ba justo al lado de Malfoy que, como Harry vio con mucho gusto, no parecía muy contento con su presencia.

—¿Cómo es que está todo lleno de sangre? —preguntó Seamus con gran interés.

—Nunca se lo he preguntado —dijo con delicadeza Nick Casi Decapitado.

Cuando hubieron comido todo lo que quisieron, los res­tos de comida desaparecieron de los platos, dejándolos tan limpios como antes. Un momento más tarde aparecieron los postres. Trozos de helados de todos los gustos que uno se pu­diera imaginar; pasteles de manzana, tartas de melaza, re­lámpagos de chocolate, rosquillas de mermelada, bizcochos borrachos, fresas, jalea, arroz con leche...

Mientras Harry se servía una tarta, la conversación se centró en las familias.

—Yo soy mitad y mitad —dijo Seamus—. Mi padre es muggle. Mamá no le dijo que era una bruja hasta que se casa­ron. Fue una sorpresa algo desagradable para él.

Los demás rieron.

—¿Y tú, Neville? —dijo Ron.

—Bueno, mi abuela me crió y ella es una bruja —dijo Ne­ville—, pero la familia creyó que yo era todo un muggle, du­rante años. Mi tío abuelo Algie trataba de sorprenderme des­cuidado y forzarme a que saliera algo de magia de mí. Una vez casi me ahoga, cuando quiso tirarme al agua en el puerto de Blackpool, pero no pasó nada hasta que cumplí ocho años. El tío abuelo Algie había ido a tomar el té y me tenía cogido de los tobillos y colgando de una ventana del piso de arriba, cuando mi tía abuela Enid le ofreció un merengue y él, acci­dentalmente, me soltó. Pero yo reboté, todo el camino, en el jardín y la calle. Todos se pusieron muy contentos. Mi abuela estaba tan feliz que lloraba. Y tendríais que haber visto sus caras cuando vine aquí. Creían que no sería tan mágico como para venir. El tío abuelo Algie estaba tan contento que me compró mi sapo.

Al otro lado de Harry, Percy Weasley y Hermione esta­ban hablando de las clases. («Espero que empiecen en se­guida, hay mucho que aprender; yo estoy particularmente interesada en Transformaciones, ya sabes, convertir algo en otra cosa, por supuesto parece ser que es muy difícil. Hay que empezar con cosas pequeñas, como cerillas en y todo eso...»)

Harry, que comenzaba a sentirse reconfortado y somnoliento, miró otra vez hacia la Mesa Alta. Hagrid bebía copio­samente de su copa. La profesora McGonagall hablaba con el profesor Dumbledore. El profesor Quirrell, con su absurdo turbante, conversaba con un profesor de grasiento pelo ne­gro, nariz ganchuda y piel cetrina.

Todo sucedió muy rápidamente. El profesor de nariz ganchuda miró por encima del turbante de Quirrell, directa­mente a los ojos de Harry... y un dolor agudo golpeó a Harry en la cicatriz de la frente.

—¡Ay! —Harry se llevó una mano a la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Percy

—N-nada.

El dolor desapareció tan súbitamente como había apare­cido. Era difícil olvidar la sensación que tuvo Harry cuando el profesor lo miró, una sensación que no le gustó en absoluto.

—¿Quién es el que está hablando con el profesor Qui­rrell? —preguntó a Percy.

—Oh, ¿ya conocías a Quirrell, entonces? No es raro que parezca tan nervioso, ése es el profesor Snape. Su materia es Pociones, pero no le gusta... Todo el mundo sabe que quiere el puesto de Quirrell. Snape sabe muchísimo sobre las Artes Oscuras.

Harry vigiló a Snape durante un rato, pero el profesor no volvió a mirarlo.

Por último, también desaparecieron los postres, y el pro­fesor Dumbledore se puso nuevamente de pie. Todo el salón permaneció en silencio.

—Ejem... sólo unas pocas palabras más, ahora que to­dos hemos comido y bebido. Tengo unos pocos anuncios que haceros para el comienzo del año.

»Los de primer año debéis tener en cuenta que los bos­ques del área del castillo están prohibidos para todos los alumnos. Y unos pocos de nuestros antiguos alumnos tam­bién deberán recordarlo.

Los ojos relucientes de Dumbledore apuntaron en direc­ción a los gemelos Weasley.

—El señor Filch, el celador, me ha pedido que os recuer­de que no debéis hacer magia en los recreos ni en los pasillos.

»Las pruebas de quidditch tendrán lugar en la segunda semana del curso. Los que estén interesados en jugar para los equipos de sus casas, deben ponerse en contacto con la se­ñora Hooch.

»Y por último, quiero deciros que este año el pasillo del tercer piso, del lado derecho, está fuera de los límites permi­tidos para todos los que no deseen una muerte muy dolorosa.

Harry rió, pero fue uno de los pocos que lo hizo.

—¿Lo decía en serio? —murmuró a Percy.

—Eso creo —dijo Percy, mirando ceñudo a Dumbledo­re—. Es raro, porque habitualmente nos dice el motivo por el que no podemos ir a algún lugar. Por ejemplo, el bosque está lleno de animales peligrosos, todos lo saben. Creo que, al me­nos, debió avisarnos a nosotros, los prefectos.

—¡Y ahora, antes de que vayamos a acostarnos, cante­mos la canción del colegio! —exclamó Dumbledore. Harry notó que las sonrisas de los otros profesores se habían vuelto algo forzadas.

Dumbledore agitó su varita, como si tratara de atrapar una mosca, y una larga tira dorada apareció, se elevó sobre las mesas, se agitó como una serpiente y se transformó en palabras.

—¡Que cada uno elija su melodía favorita! —dijo Dum­bledor—. ¡Y allá vamos!

Y todo el colegio vociferó:

 

Hogwarts, Hogwarts, Hogwarts,

enséñanos algo, por favor.

Aun que seamos viejos y calvos

o jóvenes con rodillas sucias,

nuestras mentes pueden ser llenadas

con algunas materias interesantes.

Porque ahora están vacías y llenas de aire,

pulgas muertas y un poco de pelusa.

Así que enséñanos cosas que valga la pena saber,

haz que recordemos lo que olvidamos,

hazlo lo mejor que puedas, nosotros haremos el resto,

y aprenderemos hasta que nuestros cerebros se consuman.

 

Cada uno terminó la canción en tiempos diferentes. Al fi­nal, sólo los gemelos Weasley seguían cantando, con la melo­día de una lenta marcha fúnebre. Dumbledore los dirigió hasta las últimas palabras, con su varita y, cuando termina­ron, fue uno de los que aplaudió con más entusiasmo.

—¡Ah, la música! —dijo, enjugándose los ojos—. ¡Una magia más allá de todo lo que hacemos aquí! Y ahora, es hora de ir a la cama. ¡Salid al trote!

Los de primer año de Gryffindor siguieron a Percy a tra­vés de grupos bulliciosos, salieron del Gran Comedor y subie­ron por la escalera de mármol. Las piernas de Harry otra vez parecían de plomo, pero sólo por el exceso de cansancio y co­mida. Estaba tan dormido que ni se sorprendió al ver que la gente de los retratos, a lo largo de los pasillos, susurraba y los señalaba al pasar; o cuando Percy en dos oportunidades los hizo pasar por puertas ocultas detrás de paneles corredi­zos y tapices que colgaban de las paredes. Subieron más es­caleras, bostezando y arrastrando los pies y, cuando Harry comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más deberían se­guir, se detuvieron súbitamente.

Unos bastones flotaban en el aire, por encima de ellos, y cuando Percy se acercó comenzaron a caer contra él.

—Peeves —susurró Percy a los de primer año—. Es un duende, lo que en las películas llaman poltergeist. —Levantó la voz—: Peeves, aparece.

La respuesta fue un ruido fuerte y grosero, como si se de­sinflara un globo.

—¿Quieres que vaya a buscar al Barón Sanguinario?

Se produjo un chasquido y un hombrecito, con ojos oscu­ros y perversos y una boca ancha, apareció, flotando en el aire con las piernas cruzadas y empuñando los bastones.

—¡Oooooh! —dijo, con un maligno cacareo—. ¡Los horri­bles novatos! ¡Qué divertido!

De pronto se abalanzó sobre ellos. Todos se agacharon.

—Vete, Peeves, o el Barón se enterará de esto. ¡Lo digo en serio! —gritó enfadado Percy

Peeves hizo sonar su lengua y desapareció, dejando caer los bastones sobre la cabeza de Neville. Lo oyeron alejarse con un zumbido, haciendo resonar las armaduras al pasar.

—Tenéis que tener cuidado con Peeves —dijo Percy, mientras seguían avanzando—. El Barón Sanguinario es el único que puede controlarlo, ni siquiera nos escucha a los prefectos. Ya llegamos.

Al final del pasillo colgaba un retrato de una mujer muy gorda, con un vestido de seda rosa.

—¿Santo y seña? —preguntó.

—Caput draconis —dijo Percy, y el retrato se balanceó hacia delante y dejó ver un agujero redondo en la pared. Todos se amontonaron para pasar (Neville necesitó ayuda) y se encontraron en la sala común de Gryffindor; una habitación redonda y acogedora, llena de cómodos sillones.

Percy condujo a las niñas a través de una puerta, hacia sus dormitorios, y a los niños por otra puerta. Al final de una escalera de caracol (era evidente que estaban en una de las torres) encontraron, por fin, sus camas, cinco camas con cua­tro postes cada una y cortinas de terciopelo rojo oscuro. Sus baúles ya estaban allí. Demasiado cansados para conversar, se pusieron sus pijamas y se metieron en la cama.

—Una comida increíble, ¿no? —murmuró Ron a Harry, a través de las cortinas—. ¡Fuera, Scabbers! Te estás comiendo mis sábanas.

Harry estaba a punto de preguntar a Ron si le quedaba alguna tarta de melaza, pero se quedó dormido de inmediato.

Tal vez Harry había comido demasiado, porque tuvo un sueño muy extraño. Tenía puesto el turbante del profesor Quirrell, que le hablaba y le decía que debía pasarse a Slytherin de inmediato, porque ése era su destino. Harry contestó al turbante que no quería estar en Slytherin y el turbante se volvi6 cada vez más pesado. Harry intentó quitárselo, pero le apretaba dolorosamente, y entonces apareció Malfoy, que se burló de él mientras luchaba para quitarse el turbante. Luego Malfoy se convirtió en el profesor de nariz ganchuda, Snape, cuya risa se volvía cada vez más fuerte y fría... Se produjo un estallido de luz verde y Harry se desper­tó, temblando y empapado en sudor.

Se dio la vuelta y se volvió a dormir. Al día siguiente, cuando se despertó, no recordaba nada de aquel sueño.

 

 

El profesor de pociones

 

 

—Allí, mira.

—¿Dónde?

—Al lado del chico alto y pelirrojo.

—¿El de gafas?

—¿Has visto su cara?

—¿Has visto su cicatriz?

Los murmullos siguieron a Harry desde el momento en que, al día siguiente, salió del dormitorio. Los alumnos que esperaban fuera de las aulas se ponían de puntillas para mi­rarlo, o se daban la vuelta en los pasillos, observándolo con atención. Harry deseaba que no lo hicieran, porque intenta­ba concentrarse para encontrar el camino de su clase.

En Hogwarts había 142 escaleras, algunas amplias y des­pejadas, otras estrechas y destartaladas. Algunas llevaban a un lugar diferente los viernes. Otras tenían un escalón que desaparecía a mitad de camino y había que recordarlo para saltar. Después, había puertas que no se abrían, a menos que uno lo pidiera con amabilidad o les hiciera cosquillas en el lu­gar exacto, y puertas que, en realidad, no eran sino sólidas paredes que fingían ser puertas. También era muy difícil re­cordar dónde estaba todo, ya que parecía que las cosas cam­biaban de lugar continuamente. Las personas de los retratos seguían visitándose unos a otros, y Harry estaba seguro de que las armaduras podían andar.

Los fantasmas tampoco ayudaban. Siempre era una de­sagradable sorpresa que alguno se deslizara súbitamente a través de la puerta que se intentaba abrir. Nick Casi Decapi­tado siempre se sentía contento de señalar el camino indica­do a los nuevos Gryffindors, pero Peeves el Duende se encar­gaba de poner puertas cerradas y escaleras con trampas en el camino de los que llegaban tarde a clase. También les tiraba papeleras a la cabeza, corría las alfombras debajo de los pies del que pasaba, les tiraba tizas o, invisible, se deslizaba por detrás, cogía la nariz de alguno y gritaba: ¡TENGO TU NARIZ!

Pero aún peor que Peeves, si eso era posible, era el cela­dor, Argus Filch. Harry y Ron se las arreglaron para chocar con él, en la primera mañana. Filch los encontró tratando de pasar por una puerta que, desgraciadamente, resultó ser la entrada al pasillo prohibido del tercer piso. No les creyó cuando dijeron que estaban perdidos, estaba convencido de que querían entrar a propósito y los amenazó con encerrarlos en los calabozos, hasta que el profesor Quirrell, que pasaba por allí, los rescató.

Filch tenía una gata llamada Señora Norris, una criatu­ra flacucha y de color polvoriento, con ojos saltones como linternas, iguales a los de Filch. Patrullaba sola por los pasi­llos. Si uno infringía una regla delante de ella, o ponía un pie fuera de la línea permitida, se escabullía para buscar a Filch, el cual aparecía dos segundos más tarde. Filch conocía todos los pasadizos secretos del colegio mejor que nadie (excepto tal vez los gemelos Weasley), y podía aparecer tan súbita­mente como cualquiera de los fantasmas. Todos los estudian­tes lo detestaban, y la más soñada ambición de muchos era darle una buena patada a la Señora Norris.

Y después, cuando por fin habían encontrado las aulas, estaban las clases. Había mucho más que magia, como Harry descubrió muy pronto, mucho más que agitar la varita y de­cir unas palabras graciosas.

Tenían que estudiar los cielos nocturnos con sus teles­copios, cada miércoles a medianoche, y aprender los nom­bres de las diferentes estrellas y los movimientos de los pla­netas. Tres veces por semana iban a los invernaderos de detrás del castillo a estudiar Herbología, con una bruja pe­queña y regordeta llamada profesora Sprout, y aprendían a cuidar de todas las plantas extrañas y hongos y a descubrir para qué debían utilizarlas.

Pero la asignatura más aburrida era Historia de la Ma­gia, la única clase dictada por un fantasma. El profesor Binns ya era muy viejo cuando se quedó dormido frente a la chimenea del cuarto de profesores y se levantó a la mañana siguiente para dar clase, dejando atrás su cuerpo. Binns ha­blaba monótonamente, mientras escribía nombres y fechas, y hacia que Elmerico el Malvado y Ulrico el Chiflado se con­fundieran.

El profesor Flitwick, el de la clase de Encantamientos, era un brujo diminuto que tenía que subirse a unos cuantos libros para ver por encima de su escritorio. Al comenzar la pri­mera clase, sacó la lista y, cuando llegó al nombre de Harry, dio un chillido de excitación y desapareció de la vista.

La profesora McGonagall era siempre diferente. Harry había tenido razón al pensar que no era una profesora con quien se pudiera tener problemas. Estricta e inteligente, les habló en el primer momento en que se sentaron, el día de su primera clase.

—Transformaciones es una de las magias más complejas y peligrosas que aprenderéis en Hogwarts —dijo—. Cual­quiera que pierda el tiempo en mi clase tendrá que irse y no podrá volver. Ya estáis prevenidos.

Entonces transformó un escritorio en un cerdo y luego le devolvió su forma original. Todos estaban muy impresiona­dos y no aguantaban las ganas de empezar, pero muy pronto se dieron cuenta de que pasaría mucho tiempo antes de que pudieran transformar muebles en animales. Después de ha­cer una cantidad de complicadas anotaciones, les dio a cada uno una cerilla para que intentaran convertirla en una agu­ja. Al final de la clase, sólo Hermione Granger había hecho algún cambio en la cerilla. La profesora McGonagall mos­tró a todos cómo se había vuelto plateada y puntiaguda, y de­dicó a la niña una excepcional sonrisa.

La clase que todos esperaban era Defensa Contra las Ar­tes Oscuras, pero las lecciones de Quirrell resultaron ser casi una broma. Su aula tenía un fuerte olor a ajo, y todos decían que era para protegerse de un vampiro que había conocido en Rumania y del que tenía miedo de que volviera a buscarlo. Su turbante, les dijo, era un regalo de un príncipe africano como agradecimiento por haberlo liberado de un molesto zombi, pero ninguno creía demasiado en su historia. Por un lado, porque cuando Seamus Finnigan se mostró deseoso de saber cómo había derrotado al zombi, el profesor Quirrell se ruborizó y comenzó a hablar del tiempo, y por el otro, porque habían notado que el curioso olor salía del turbante, y los ge­melos Weasley insistían en que estaba lleno de ajo, para proteger a Quirrell cuando el vampiro apareciera.

Harry se sintió muy aliviado al descubrir que no estaba mucho más atrasado que los demás. Muchos procedían de fa­milias muggle y, como él, no tenían ni idea de que eran brujas y magos. Había tantas cosas por aprender que ni siquiera un chico como Ron tenía mucha ventaja.

El viernes fue un día importante para Harry y Ron. Por fin encontraron el camino hacia el Gran Comedor a la hora del desayuno, sin perderse ni una vez.

—¿Qué tenemos hoy? —preguntó Harry a Ron, mientras echaba azúcar en sus cereales.

—Pociones Dobles con los de Slytherin —respondió Ron—. Snape es el Jefe de la Casa Slytherin. Dicen que siempre los favorece a ellos... Ahora veremos si es verdad.

—Ojalá McGonagall nos favoreciera a nosotros —dijo Harry La profesora McGonagall era la jefa de la casa Gryffin­dor; pero eso no le había impedido darles una gran cantidad de deberes el día anterior.

Justo en aquel momento llegó el correo. Harry ya se ha­bía acostumbrado, pero la primera mañana se impresionó un poco cuando unas cien lechuzas entraron súbitamente en el Gran Comedor durante el desayuno, volando sobre las mesas hasta encontrar a sus dueños, para dejarles caer encima car­tas y paquetes.

Hedwig no le había llevado nada hasta aquel día. Algu­nas veces volaba para mordisquearle una oreja y conseguir una tostada, antes de volver a dormir en la lechucería, con las otras lechuzas del colegio. Sin embargo, aquella mañana pasó volando entre la mermelada y la azucarera y dejó caer un sobre en el plato de Harry Este lo abrió de inmediato.

 

Querido Harry (decía con letra desigual),

sé que tienes las tardes del viernes libres, así que ¿te gustaría venir a tomar una taza de té conmigo, a eso de las tres? Quiero que me cuentes todo lo de tu primera semana. Envíame la respuesta con Hedwig.

Hagrid

 

Harry cogió prestada la pluma de Ron y contestó: «Sí, gracias, nos veremos más tarde», en la parte de atrás de la nota, y la envió con Hedwig.

Fue una suerte que Hagrid hubiera invitado a Harry a tomar el té, porque la clase de Pociones resultó ser la peor cosa que le había ocurrido allí, hasta entonces.

Al comenzar el banquete de la primera noche, Harry había pensado que no le caía bien al profesor Snape. Pero al final de la primera clase de Pociones supo que no se había equivocado. No era sólo que a Snape no le gustara Harry: lo detestaba.

Las clases de Pociones se daban abajo, en un calabozo. Hacía mucho más frío allí que arriba, en la parte principal del castillo, y habría sido igualmente tétrico sin todos aque­llos animales conservados, flotando en frascos de vidrio, por todas las paredes.

Snape, como Flitwick, comenzó la clase pasando lista y, como Flitwick, se detuvo ante el nombre de Harry

—Ah, sí —murmuró—. Harry Potter. Nuestra nueva... celebridad.

Draco Malfoy y sus amigos Crabbe y Goyle rieron tapán­dose la boca. Snape terminó de pasar lista y miró a la clase. Sus ojos eran tan negros como los de Hagrid, pero no tenían nada de su calidez. Eran fríos y vacíos y hacían pensar en tú­neles oscuros.



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