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El viaje desde el andén nueve y tres cuartos 4 ÷àñòü



—Vosotros estáis aquí para aprender la sutil ciencia y el arte exacto de hacer pociones —comenzó. Hablaba casi en un susurro, pero se le entendía todo. Como la profesora McGonagall, Snape tenía el don de mantener a la clase en silencio, sin ningún esfuerzo—. Aquí habrá muy poco de estúpidos movimientos de varita y muchos de vosotros dudaréis que esto sea magia. No espero que lleguéis a entender la belleza de un caldero hirviendo suavemente, con sus vapores relu­cientes, el delicado poder de los líquidos que se deslizan a través de las venas humanas, hechizando la mente, enga­ñando los sentidos... Puedo enseñaros cómo embotellar la fama, preparar la gloria, hasta detener la muerte... si sois algo más que los alcornoques a los que habitualmente tengo que enseñar.

Más silencio siguió a aquel pequeño discurso. Harry y Ron intercambiaron miradas con las cejas levantadas. Her­mione Granger estaba sentada en el borde de la silla, y pare­cía desesperada por empezar a demostrar que ella no era un alcornoque.

—¡Potter! —dijo de pronto Snape—. ¿Qué obtendré si añado polvo de raíces de asfódelo a una infusión de ajenjo?

¿Raíz en polvo de qué a una infusión de qué? Harry miró de reojo a Ron, que parecía tan desconcertado como él. La mano de Hermione se agitaba en el aire.

—No lo sé, señor —contestó Harry.

Los labios de Snape se curvaron en un gesto burlón.

—Bah, bah... es evidente que la fama no lo es todo.

No hizo caso de la mano de Hermione.

—Vamos a intentarlo de nuevo, Potter. ¿Dónde busca­rías si te digo que me encuentres un bezoar?

Hermione agitaba la mano tan alta en el aire que no ne­cesitaba levantarse del asiento para que la vieran, pero Harry no tenía la menor idea de lo que era un bezoar. Trató de no mirar a Malfoy y a sus amigos, que se desternillaban de risa.

—No lo sé, señor.

—Parece que no has abierto ni un libro antes de venir. ¿No es así, Potter?

Harry se obligó a seguir mirando directamente aquellos ojos fríos. Sí había mirado sus libros en casa de los Dursley, pero ¿cómo esperaba Snape que se acordara de todo lo que había en Mil hierbas mágicas y hongos?

Snape seguía haciendo caso omiso de la mano tembloro­sa de Hermione.

—¿Cuál es la diferencia, Potter; entre acónito y luparia?

Ante eso, Hermione se puso de pie, con el brazo extendi­do hacia el techo de la mazmorra.

—No lo sé —dijo Harry con calma—. Pero creo que Her­mione lo sabe. ¿Por qué no se lo pregunta a ella?

Unos pocos rieron. Harry captó la mirada de Seamus, que le guiñó un ojo. Snape, sin embargo, no estaba complacido.

—Siéntate —gritó a Hermione—. Para tu información, Potter; asfódelo y ajenjo producen una poción para dormir tan poderosa que es conocida como Filtro de Muertos en Vida. Un bezoar es una piedra sacada del estómago de una cabra y sirve para salvarte de la mayor parte de los venenos. En lo que se refiere a acónito y luparia, es la misma planta. Bueno, ¿por qué no lo estáis apuntando todo?

Se produjo un súbito movimiento de plumas y pergami­nos. Por encima del ruido, Snape dijo:

—Y se le restará un punto a la casa Gryffindor por tu descaro, Potter.

Las cosas no mejoraron para los Gryffindors a medida que continuaba la clase de Pociones. Snape los puso en pare­jas, para que mezclaran una poción sencilla para curar fo­rúnculos. Se paseó con su larga capa negra, observando cómo pesaban ortiga seca y aplastaban colmillos de serpiente, cri­ticando a todo el mundo salvo a Malfoy, que parecía gus­tarle. En el preciso momento en que les estaba diciendo a todos que miraran la perfección con que Malfoy había cocinado a fuego lento los pedazos de cuernos, multitud de nubes de un ácido humo verde y un fuerte silbido llenaron la mazmo­rra. De alguna forma, Neville se las había ingeniado para convertir el caldero de Seamus en un engrudo hirviente que se derramaba sobre el suelo, quemando y haciendo agujeros en los zapatos de los alumnos. En segundos, toda la clase es­taba subida a sus taburetes, mientras que Neville, que se ha­bía empapado en la poción al volcarse sobre él el caldero, ge­mía de dolor; por sus brazos y piernas aparecían pústulas rojas.

—¡Chico idiota! —dijo Snape con enfado, haciendo desa­parecer la poción con un movimiento de su varita—. Supongo que añadiste las púas de erizo antes de sacar el caldero del fuego, ¿no?

Neville lloriqueaba, mientras las pústulas comenzaban a aparecer en su nariz.

—Llévelo a la enfermería —ordenó Snape a Seamus. Luego se acercó a Harry y Ron, que habían estado trabajan­do cerca de Neville.

—Tu, Harry Potter. ¿Por qué no le dijiste que no pusiera las púas? Pensaste que si se equivocaba quedarías bien, ¿no es cierto? Éste es otro punto que pierdes para Gryffindor.

Aquello era tan injusto que Harry abrió la boca para dis­cutir, pero Ron le dio una patada por debajo del caldero.

—No lo provoques —murmuró—. He oído decir que Sna­pe puede ser muy desagradable.

Una hora más tarde, cuando subían por la escalera para salir de las mazmorras, la mente de Harry era un torbellino y su ánimo estaba por los suelos. Había perdido dos puntos para Gryffindor en su primera semana... ¿Por qué Snape lo odiaba tanto?

—Anímate —dijo Ron—. Snape siempre le quitaba pun­tos a Fred y a George. ¿Puedo ir a ver a Hagrid contigo?

Salieron del castillo cinco minutos antes de las tres y cru­zaron los terrenos que lo rodeaban. Hagrid vivía en una peque­ña casa de madera, en el borde del bosque prohibido. Una ba­llesta y un par de botas de goma estaban al lado de la puerta delantera.

Cuando Harry llamó a la puerta, oyeron unos frenéticos rasguños y varios ladridos. Luego se oyó la voz de Hagrid, di­ciendo:

—Atrás, Fang, atrás.

La gran cara peluda de Hagrid apareció al abrirse la puerta.

—Entrad —dijo— Atrás, Fang.

Los dejó entrar, tirando del collar de un imponente perro negro.

Había una sola estancia. Del techo colgaban jamones y faisanes, una cazuela de cobre hervía en el fuego y en un rincón había una cama enorme con una manta hecha de re­miendos.

—Estáis en vuestra casa —dijo Hagrid, soltando a Fang, que se lanzó contra Ron y comenzó a lamerle las orejas. Como Hagrid, Fang era evidentemente mucho menos feroz de lo que parecía.

—Éste es Ron —dijo Harry a Hagrid, que estaba volcan­do el agua hirviendo en una gran tetera y sirviendo peda­zos de pastel.

—Otro Weasley, ¿verdad? —dijo Hagrid, mirando de reojo las pecas de Ron—. Me he pasado la mitad de mi vida ahuyentando a tus hermanos gemelos del bosque.

El pastel casi les rompió los dientes, pero Harry y Ron fingieron que les gustaba, mientras le contaban a Hagrid todo lo referente a sus primeras clases. Fang tenía la cabe­za apoyada sobre la rodilla de Harry y babeaba sobre su tú­nica.

Harry y Ron se quedaron fascinados al oír que Hagrid llamaba a Filch «ese viejo bobo».

—Y en lo que se refiere a esa gata, la Señora Norris, me gustaría presentársela un día a Fang. ¿Sabéis que cada vez que voy al colegio me sigue todo el tiempo? No me puedo li­brar de ella. Filch la envía a hacerlo.

Harry le contó a Hagrid lo de la clase de Snape. Hagrid, como Ron, le dijo a Harry que no se preocupara, que a Snape no le gustaba ninguno de sus alumnos.

—Pero realmente parece que me odie.

—¡Tonterías! —dijo Hagrid—. ¿Por qué iba a hacerlo?

Sin embargo, Harry no podía dejar de pensar en que Ha­grid había mirado hacia otro lado cuando dijo aquello.

—¿Y cómo está tu hermano Charlie? —preguntó Hagrid a Ron—. Me gustaba mucho, era muy bueno con los animales.

Harry se preguntó si Hagrid no estaba cambiando de tema a propósito. Mientras Ron le hablaba a Hagrid del tra­bajo de Charles con los dragones, Harry miró el recorte del periódico que estaba sobre la mesa. Era de El Profeta.

 

RECIENTE ASALTO EN GRINGOTTS

 

Continúan las investigaciones del asalto que tuvo lu­gar en Gringotts el 31 de julio. Se cree que se debe al trabajo de oscuros magos y brujas desconocidos.

Los gnomos de Gringotts insisten en que no se han llevado nada. La cámara que se registró había sido vaciada aquel mismo día.

«Pero no vamos a decirles qué había allí, así que mantengan las narices fuera de esto, si saben lo que les conviene», declaró esta tarde un gnomo portavoz de Gringotts.

 

Harry recordó que Ron le había contado en el tren que alguien había tratado de robar en Gringotts, pero su amigo no había mencionado la fecha.

—¡Hagrid! —dijo Harry—. ¡Ese robo en Gringotts suce­dió el día de mi cumpleaños! ¡Pudo haber sucedido mientras estábamos allí!

Aquella vez no tuvo dudas: Hagrid decididamente evitó su mirada. Gruñó y le ofreció más pastel. Harry volvió a leer la nota. «La cámara que se registró había sido vaciada aquel mismo día.» Hagrid había vaciado la cámara setecientos tre­ce, si puede llamarse vaciarla a sacar un paquetito arrugado. ¿Sería eso lo que estaban buscando los ladrones?

Mientras Harry y Ron regresaban al castillo para cenar, con los bolsillos llenos del pétreo pastel que fueron dema­siado amables para rechazar; Harry pensaba que ninguna de las clases le había hecho reflexionar tanto como aquella me­rienda con Hagrid. ¿Hagrid habría sacado el paquete justo a tiempo? ¿Dónde podía estar? ¿Sabría algo sobre Snape que no quería decirle?

 

 

El duelo a medianoche

 

 

Harry nunca había creído que pudiera existir un chico al que detestara más que a Dudley, pero eso era antes de haber conocido a Draco Malfoy. Sin embargo, los de primer año de Gryffindor sólo compartían con los de Slytherin la clase de Pociones, así que no tenía que encontrarse mucho con él. O, al menos, así era hasta que apareció una noticia en la sala co­mún de Gryffindor; que los hizo protestar a todos. Las leccio­nes de vuelo comenzarían el jueves... y Gryffindor y Slytherin aprenderían juntos.

—Perfecto —dijo en tono sombrío Harry—. Justo lo que siempre he deseado. Hacer el ridículo sobre una escoba de­lante de Malfoy.

Deseaba aprender a volar más que ninguna otra cosa.

—No sabes aún si vas a hacer un papelón —dijo razo­nablemente Ron—. De todos modos, sé que Malfoy siempre habla de lo bueno que es en quidditch, pero seguro que es pura palabrería.

La verdad es que Malfoy hablaba mucho sobre volar. Se quejaba en voz alta porque los de primer año nunca estaban en los equipos de quidditch y contaba largas y jactanciosas historias, que siempre acababan con él escapando de helicóp­teros pilotados por muggles. Pero no era el único: por la for­ma de hablar de Seamus Finnigan, parecía que había pasado toda la infancia volando por el campo con su escoba. Hasta Ron podía contar a quien quisiera oírlo que una vez casi ha­bía chocado contra un planeador con la vieja escoba de Char­les. Todos los que procedían de familias de magos hablaban constantemente de quidditch. Ron ya había tenido una gran discusión con Dean Thomas, que compartía el dormitorio con ellos, sobre fútbol. Ron no podía ver qué tenía de excitante un juego con una sola pelota, donde nadie podía volar. Harry había descubierto a Ron tratando de animar un cartel de Dean en que aparecía el equipo de fútbol de West Ham, para hacer que los jugadores se movieran.

Neville no había tenido una escoba en toda su vida, por­que su abuela no se lo permitía. Harry pensó que ella había actuado correctamente, dado que Neville se las ingeniaba para tener un número extraordinario de accidentes, incluso con los dos pies en tierra.

Hermione Granger estaba casi tan nerviosa como Neville con el tema del vuelo. Eso era algo que no se podía apren­der de memoria en los libros, aunque lo había intentado. En el desayuno del jueves, aburrió a todos con estúpidas notas sobre el vuelo que había encontrado en un libro de la bibliote­ca, llamado Quidditch a través de los tiempos. Neville estaba pendiente de cada palabra, desesperado por encontrar algo que lo ayudara más tarde con su escoba, pero todos los demás se alegraron mucho cuando la lectura de Hermione fue inte­rrumpida por la llegada del correo.

Harry no había recibido una sola carta desde la nota de Hagrid, algo que Malfoy ya había notado, por supuesto. La le­chuza de Malfoy siempre le llevaba de su casa paquetes con golosinas, que el muchacho abría con perversa satisfacción en la mesa de Slytherin.

Un lechuzón entregó a Neville un paquetito de parte de su abuela. Lo abrió excitado y les enseñó una bola de cristal, del tamaño de una gran canica, que parecía llena de humo blanco.

—¡Es una Recordadora! —explicó—. La abuela sabe que olvido cosas y esto te dice si hay algo que te has olvidado de hacer. Mirad, uno la sujeta así, con fuerza, y si se vuelve roja... oh... —se puso pálido, porque la Recordadora súbitamente se tiñó de un brillo escarlata—... es que has olvidado algo...

Neville estaba tratando de recordar qué era lo que había olvidado, cuando Draco Malfoy que pasaba al lado de la mesa de Gryffindor; le quitó la Recordadora de las manos.

Harry y Ron saltaron de sus asientos. En realidad, desea­ban tener un motivo para pelearse con Malfoy, pero la profe­sora McGonagall, que detectaba problemas más rápido que ningún otro profesor del colegio, ya estaba allí.

—¿Qué sucede?

—Malfoy me ha quitado mi Recordadora, profesora.

Con aire ceñudo, Malfoy dejó rápidamente la Recordado­ra sobre la mesa.

—Sólo la miraba —dijo, y se alejó, seguido por Crabbe y Goyle.

 

 

Aquella tarde, a las tres y media, Harry, Ron y los otros Gryffindors bajaron corriendo los escalones delanteros, ha­cia el parque, para asistir a su primera clase de vuelo. Era un día claro y ventoso. La hierba se agitaba bajo sus pies mientras marchaban por el terreno inclinado en dirección a un prado que estaba al otro lado del bosque prohibido, cuyos árboles se agitaban tenebrosamente en la distancia.

Los Slytherins ya estaban allí, y también las veinte esco­bas, cuidadosamente alineadas en el suelo. Harry había oído a Fred y a George Weasley quejarse de las escobas del cole­gio, diciendo que algunas comenzaban a vibrar si uno volaba muy alto, o que siempre volaban ligeramente torcidas hacia la izquierda.

Entonces llegó la profesora, la señora Hooch. Era baja, de pelo canoso y ojos amarillos como los de un halcón.

—Bueno ¿qué estáis esperando? —bramó—. Cada uno al lado de una escoba. Vamos, rápido.

Harry miró su escoba. Era vieja y algunas de las ramitas de paja sobresalían formando ángulos extraños.

—Extended la mano derecha sobre la escoba —les indicó la señora Hooch— y decid «arriba».

—¡ARRIBA! —gritaron todos.

La escoba de Harry saltó de inmediato en sus manos, pero fue uno de los pocos que lo consiguió. La de Hermione Granger no hizo más que rodar por el suelo y la de Neville no se movió en absoluto. «A lo mejor las escobas saben, como los caballos, cuándo tienes miedo», pensó Harry, y había un tem­blor en la voz de Neville que indicaba, demasiado claramen­te, que deseaba mantener sus pies en la tierra.

Luego, la señora Hooch les enseñó cómo montarse en la escoba, sin deslizarse hasta la punta, y recorrió la fila, corri­giéndoles la forma de sujetarla. Harry y Ron se alegraron muchísimo cuando la profesora dijo a Malfoy que lo había es­tado haciendo mal durante todos esos años.

—Ahora, cuando haga sonar mi silbato, dais una fuerte patada —dijo la señora Hooch—. Mantened las escobas fir­mes, elevaos un metro o dos y luego bajad inclinándoos sua­vemente. Preparados... tres... dos...

Pero Neville, nervioso y temeroso de quedarse en tierra, dio la patada antes de que sonara el silbato.

—¡Vuelve, muchacho! —gritó, pero Neville subía en lí­nea recta, como el corcho de una botella... Cuatro metros... seis metros... Harry le vio la cara pálida y asustada, mirando hacia el terreno que se alejaba, lo vio jadear; deslizarse hacia un lado de la escoba y..

BUM... Un ruido horrible y Neville quedó tirado en la hierba. Su escoba seguía subiendo, cada vez más alto, hasta que comenzó a torcer hacia el bosque prohibido y desapareció de la vista.

La señora Hooch se inclinó sobre Neville, con el rostro tan blanco como el del chico.

—La muñeca fracturada —la oyó murmurar Harry—. Vamos, muchacho... Está bien... A levantarse.

Se volvió hacia el resto de la clase.

—No debéis moveros mientras llevo a este chico a la en­fermería. Dejad las escobas donde están o estaréis fuera de Hogwarts más rápido de lo que tardéis en decir quidditch. Vamos, hijo.

Neville, con la cara surcada de lágrimas y agarrándose la muñeca, cojeaba al lado de la señora Hooch, que lo sostenía.

Casi antes de que pudieran marcharse, Malfoy ya se es­taba riendo a carcajadas.

—¿Habéis visto la cara de ese gran zoquete?

Los otros Slytherins le hicieron coro.

—¡Cierra la boca, Malfoy! —dijo Parvati Patil en tono cor­tante.

—Oh, ¿estás enamorada de Longbottom? —dijo Pansy Parkinson, una chica de Slytherin de rostro duro. Nunca pensé que te podían gustar los gorditos llorones, Parvati.

—¡Mirad! —dijo Malfoy, agachándose y recogiendo algo de la hierba—. Es esa cosa estúpida que le mandó la abuela a Longbottom.

La Recordadora brillaba al sol cuando la cogió.

—Trae eso aquí, Malfoy —dijo Harry con calma. Todos dejaron de hablar para observarlos.

Malfoy sonrió con malignidad.

—Creo que voy a dejarla en algún sitio para que Longbottom la busque... ¿Qué os parece... en la copa de un árbol?

—¡Tráela aquí! —rugió Harry, pero Malfoy había subido a su escoba y se alejaba. No había mentido, sabía volar. Des­de las ramas más altas de un roble lo llamó:

—¡Ven a buscarla, Potter!

Harry cogió su escoba.

—¡No! —gritó Hermione Granger—. La señora Hooch dijo que no nos moviéramos. Nos vas a meter en un lío.

Harry no le hizo caso. Le ardían las orejas. Se montó en su escoba, pegó una fuerte patada y subió. El aire agitaba su pelo y su túnica, silbando tras él y, en un relámpago de feroz alegría, se dio cuenta de que había descubierto algo que po­día hacer sin que se lo enseñaran. Era fácil, era maravilloso. Empujó su escoba un poquito más, para volar más alto, y oyó los gritos y gemidos de las chicas que lo miraban desde abajo, y una exclamación admirada de Ron.

Dirigió su escoba para enfrentarse a Malfoy en el aire. Éste lo miró asombrado.

—¡Déjala —gritó Harry— o te bajaré de esa escoba!

—Ah, ¿sí? —dijo Malfoy, tratando de burlarse, pero con tono preocupado.

Harry sabía, de alguna manera, lo que tenía que hacer. Se inclinó hacia delante, cogió la escoba con las dos manos y se lanzó sobre Malfoy como una jabalina. Malfoy pudo apartarse justo a tiempo, Harry dio la vuelta y mantuvo fir­me la escoba. Abajo, algunos aplaudían.

—Aquí no están Crabbe y Goyle para salvarte, Malfoy —exclamó Harry

Parecía que Malfoy también lo había pensado.

—¡Atrápala si puedes, entonces! —gritó. Giró la bola de cristal hacia arriba y bajó a tierra con su escoba.

Harry vio, como si fuera a cámara lenta, que la bola se elevaba en el aire y luego comenzaba a caer. Se inclinó hacia delante y apuntó el mango de la escoba hacia abajo. Al mo­mento siguiente, estaba ganando velocidad en la caída, per­siguiendo a la bola, con el viento silbando en sus orejas mez­clándose con los gritos de los que miraban. Extendió la mano y, a unos metros del suelo, la atrapó, justo a tiempo para en­derezar su escoba y descender suavemente sobre la hierba, con la Recordadora a salvo.

—¡HARRY POTTER!

Su corazón latió más rápido que nunca. La profesora McGonagall corría hacia ellos. Se puso de pie, temblando.

—Nunca... en todo mis años en Hogwarts...

La profesora McGonagall estaba casi muda de la impre­sión, y sus gafas centelleaban de furia.

—¿Cómo te has atrevido...? Has podido romperte el cuello...

—No fue culpa de él, profesora...

—Silencio, Parvati.

—Pero Malfoy..

—Ya es suficiente, Weasley. Harry Potter, ven conmigo.

En aquel momento, Harry pudo ver el aire triunfal de Malfoy, Crabbe y Goyle, mientras andaba inseguro tras la profesora McGonagall, de vuelta al castillo. Lo iban a expul­sar; lo sabía. Quería decir algo para defenderse, pero no po­día controlar su voz. La profesora McGonagall andaba muy rápido, sin siquiera mirarlo. Tenía que correr para alcanzar­la. Esta vez sí que lo había hecho. No había durado ni dos se­manas. En diez minutos estaría haciendo su maleta. ¿Qué dirían los Dursley cuando lo vieran llegar a la puerta de su casa?

Subieron por los peldaños delanteros y después por la escalera de mármol. La profesora McGonagall seguía sin hablar. Abría puertas y andaba por los pasillos, con Harry corriendo tristemente tras ella. Tal vez lo llevaba ante Dumbledore. Pensó en Hagrid, expulsado, pero con permiso para quedarse como guardabosque. Quizá podría ser el ayudante de Hagrid. Se le revolvió el estómago al imaginarse obser­vando a Ron y los otros convirtiéndose en magos, mientras él andaba por ahí, llevando la bolsa de Hagrid.

La profesora McGonagall se detuvo ante un aula. Abrió la puerta y asomó la cabeza.

—Discúlpeme, profesor Flitwick. ¿Puedo llevarme a Wood un momento?

«¿Wood? —pensó Harry aterrado—. ¿Wood sería el en­cargado de aplicar los castigos físicos?»

Pero Wood era sólo un muchacho corpulento de quinto año, que salió de la clase de Flitwick con aire confundido.

—Seguidme los dos —dijo la profesora McGonagall. Avanzaron por el pasillo, Wood mirando a Harry con curio­sidad.

—Aquí.

La profesora McGonagall señaló un aula en la que sólo estaba Peeves, ocupado en escribir groserías en la pizarra.

—¡Fuera, Peeves! —dijo con ira la profesora.

Peeves tiró la tiza en un cubo y se marchó maldiciendo. La profesora McGonagall cerró la puerta y se volvió para en­cararse con los muchachos.

—Potter, éste es Oliver Wood. Wood, te he encontrado un buscador.

La expresión de intriga de Wood se convirtió en deleite.

—¿Está segura, profesora?

—Totalmente —dijo la profesora con vigor—. Este chico tiene un talento natural. Nunca vi nada parecido. ¿Ésta ha sido tu primera vez con la escoba, Potter?

Harry asintió con la cabeza en silencio. No tenía una ex­plicación para lo que estaba sucediendo, pero le parecía que no lo iban a expulsar y comenzaba a sentirse más seguro.

—Atrapó esa cosa con la mano, después de un vuelo de quince metros —explicó la profesora a Wood—. Ni un rasgu­ño. Charlie Weasley no lo habría hecho mejor.

Wood parecía pensar que todos sus sueños se habían he­cho realidad.

—¿Alguna vez has visto un partido de quidditch, Potter? —preguntó excitado.

—Wood es el capitán del equipo de Gryffindor —aclaró la profesora McGonagall.

—Y tiene el cuerpo indicado para ser buscador —dijo Wood, paseando alrededor de Harry y observándolo con atención—. Ligero, veloz... Vamos a tener que darle una es­coba decente, profesora, una Nimbus 2.000 o una Cleans­weep 7.

—Hablaré con el profesor Dumbledore para ver si pode­mos suspender la regla del primer año. Los cielos saben que necesitamos un equipo mejor que el del año pasado. Fuimos aplastados por Slytherin en ese último partido. No pude mi­rar a la cara a Severus Snape en vanas semanas...

La profesora McGonagall observó con severidad a Harry, por encima de sus gafas.

—Quiero oír que te entrenas mucho, Potter, o cambiaré de idea sobre tu castigo.

Luego, súbitamente, sonrió.

—Tu padre habría estado orgulloso —dijo—. Era un ex­celente jugador de quidditch.

 

 

—Es una broma.

Era la hora de la cena. Harry había terminado de contar­le a Ron todo lo sucedido cuando dejó el parque con la profe­sora McGonagall. Ron tenía un trozo de carne y pastel de ri­ñón en el tenedor; pero se olvidó de llevárselo a la boca.

—¿Buscador? —dijo—. Pero los de primer año nunca... Serías el jugador más joven en...

—Un siglo —terminó Harry, metiéndose un trozo de pas­tel en la boca. Tenía muchísima hambre después de toda la excitación de la tarde—. Wood me lo dijo.

Ron estaba tan sorprendido e impresionado que se que­dó mirándolo boquiabierto.

—Tengo que empezar a entrenarme la semana que viene —dijo Harry—. Pero no se lo digas a nadie, Wood quiere mantenerlo en secreto.

Fred y George Weasley aparecieron en el comedor; vie­ron a Harry y se acercaron rápidamente.

—Bien hecho —dijo George en voz baja—. Wood nos lo contó. Nosotros también estamos en el equipo. Somos gol­peadores.

—Te lo aseguro, vamos a ganar la copa de quidditch este curso —dijo Fred—. No la ganamos desde que Charlie se fue, pero el equipo de este año será muy bueno. Tienes que hacer­lo bien, Harry. Wood casi saltaba cuando nos lo contó.

—Bueno, tenemos que irnos. Lee Jordan cree que ha descubierto un nuevo pasadizo secreto, fuera del colegio.

—Seguro que es el que hay detrás de la estatua de Gre­gory Smarmy, que nosotros encontramos en nuestra prime­ra semana.

Fred y George acababan de desaparecer, cuando se pre­sentaron unos visitantes mucho menos agradables. Malfoy, flanqueado por Crabbe y Goyle.



Ïðîñìîòðîâ 649

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