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El viaje desde el andén nueve y tres cuartos 6 ÷àñòü



En la mañana de Halloween se despertaron con el deli­cioso aroma de calabaza asada flotando por todos los pasi­llos. Pero lo mejor fue que el profesor Flitwick anunció en su clase de Encantamientos que pensaba que ya estaban listos para empezar a hacer volar objetos, algo que todos se morían por hacer; desde que vieron cómo hacía volar el sapo de Nevi­lle. El profesor Flitwick puso a la clase por parejas para que practicaran. La pareja de Harry era Seamus Finnigan (lo que fue un alivio, porque Neville había tratado de llamar su atención). Ron, sin embargo, tuvo que trabajar con Hermione Granger. Era difícil decir quién estaba más enfadado de los dos. La muchacha no les hablaba desde el día en que Harry recibió su escoba.

—Y ahora no os olvidéis de ese bonito movimiento de muñeca que hemos estado practicando —dijo con voz aguda el profesor; subido a sus libros, como de costumbre—. Agitar y golpear; recordad, agitar y golpear. Y pronunciar las pala­bras mágicas correctamente es muy importante también, no os olvidéis nunca del mago Baruffio, que dijo «ese» en lugar de «efe» y se encontró tirado en el suelo con un búfalo en el pecho.

Era muy difícil. Harry y Seamus agitaron y golpearon, pero la pluma que debía volar hasta el techo no se movía del pupitre. Seamus se puso tan impaciente que la pinchó con su varita y le prendió fuego, y Harry tuvo que apagarlo con su sombrero.

Ron, en la mesa próxima, no estaba teniendo mucha más suerte.

¡Wingardium leviosa! —gritó, agitando sus largos bra­zos como un molino.

—Lo estás diciendo mal. —Harry oyó que Hermione lo reñía—. Es Win-gar-dium levi-o-sa, pronuncia gar más claro y más largo.

—Dilo, tú, entonces, si eres tan inteligente —dijo Ron con rabia.

Hermione se arremangó las mangas de su túnica, agitó la varita y dijo las palabras mágicas. La pluma se elevó del pupitre y llegó hasta más de un metro por encima de sus ca­bezas.

—¡Oh, bien hecho! —gritó el profesor Flitwick, aplau­diendo—. ¡Mirad, Hermione Granger lo ha conseguido!

Al finalizar la clase, Ron estaba de muy mal humor.

—No es raro que nadie la aguante —dijo a Harry, cuando se abrían paso en el pasillo—. Es una pesadilla, te lo digo en serio.

Alguien chocó contra Harry. Era Hermione. Harry pudo ver su cara y le sorprendió ver que estaba llorando.

—Creo que te ha oído.

—¿Y qué? —dijo Ron, aunque parecía un poco incómo­do—. Ya debe de haberse dado cuenta de que no tiene amigos.

Hermione no apareció en la clase siguiente y no la vieron en toda la tarde. De camino al Gran Comedor, para la fiesta de Halloween, Harry y Ron oyeron que Parvati Patil le de­cía a su amiga Lavender que Hermione estaba llorando en el cuarto de baño de las niñas y que deseaba que la dejaran sola. Ron pareció más molesto aún, pero un momento más tarde habían entrado en el Gran Comedor; donde las decora­ciones de Halloween les hicieron olvidar a Hermione.

Mil murciélagos aleteaban desde las paredes y el techo, mientras que otro millar más pasaba entre las mesas, como nubes negras, haciendo temblar las velas de las calabazas. El festín apareció de pronto en los platos dorados, como ha­bía ocurrido en el banquete de principio de año.

Harry se estaba sirviendo una patata con su piel, cuando el profesor Quirrell llegó rápidamente al comedor; con el tur­bante torcido y cara de terror. Todos lo contemplaron mien­tras se acercaba al profesor Dumbledore, se apoyaba sobre la mesa y jadeaba:

—Un trol... en las mazmorras... Pensé que debía saberlo.

Y se desplomó en el suelo.

Se produjo un tumulto. Para que se hiciera el silencio, el profesor Dumbledore tuvo que hacer salir varios fuegos arti­ficiales de su varita.

—Prefectos —exclamó—, conducid a vuestros grupos a los dormitorios, de inmediato.

Percy estaba en su elemento.

—¡Seguidme! ¡Los de primer año, manteneos juntos! ¡No necesitáis temer al trol si seguís mis órdenes! Ahora, venid conmigo. Haced sitio, tienen que pasar los de primer año. ¡Perdón, soy un prefecto!

—¿Cómo ha podido entrar aquí un trol? —preguntó Harry, mientras subían por la escalera.

—No tengo ni idea, parece ser que son realmente estúpi­dos —dijo Ron—. Tal vez Peeves lo dejó entrar; como broma de Halloween.

Pasaron entre varios grupos de alumnos que corrían en distintas direcciones. Mientras se abrían camino entre un tumulto de confundidos Hufflepuffs, Harry súbitamente se aferró al brazo de Ron.

—¡Acabo de acordarme... Hermione!

—¿Qué pasa con ella?

—No sabe nada del trol.

Ron se mordió el labio.

—Oh, bueno —dijo enfadado—. Pero que Percy no nos vea.

Se agacharon y se mezclaron con los Hufflepuffs que iban hacia el otro lado, se deslizaron por un pasillo desierto y corrieron hacia el cuarto de baño de las niñas. Acababan de do­blar una esquina cuando oyeron pasos rápidos a sus espaldas.

—¡Percy! —susurró Ron, empujando a Harry detrás de un gran buitre de piedra.

Sin embargo, al mirar; no vieron a Percy, sino a Snape. Cruzó el pasillo y desapareció de la vista.

—¿Qué es lo que está haciendo? —murmuró Harry—. ¿Por qué no está en las mazmorras, con el resto de los profe­sores?

—No tengo la menor idea.

Lo más silenciosamente posible, se arrastraron por el otro pasillo, detrás de los pasos apagados del profesor.

—Se dirige al tercer piso —dijo Harry, pero Ron levantó la mano.

—¿No sientes un olor raro?

Harry olfateó y un aroma especial llegó a su nariz, una mezcla de calcetines sucios y baño público que nadie limpia.

Y lo oyeron, un gruñido y las pisadas inseguras de unos pies gigantescos. Ron señaló al fondo del pasillo, a la izquier­da. Algo enorme se movía hacia ellos. Se ocultaron en las sombras y lo vieron surgir a la luz de la luna.

Era una visión horrible. Más de tres metros y medio de alto y tenía la piel de color gris piedra, un descomunal cuerpo deforme y una pequeña cabeza pelada. Tenía piernas cortas, gruesas como troncos de árbol, y pies achatados y deformes. El olor que despedía era increíble. Llevaba un gran bastón de madera que arrastraba por el suelo, porque sus brazos eran muy largos.

El monstruo se detuvo en una puerta y miró hacia el in­terior. Agitó sus largas orejas, tomando decisiones con su mi­núsculo cerebro, y luego entró lentamente en la habitación.

—La llave está en la cerradura —susurró Harry—. Po­demos encerrarlo allí.

—Buena idea —respondió Ron con voz agitada.

Se acercaron hacia la puerta abierta con la boca seca, re­zando para que el trol no decidiera salir. De un gran salto, Harry pudo empujar la puerta y echarle la llave.

—¡Sí!

Animados con la victoria, comenzaron a correr por el pa­sillo para volver, pero al llegar a la esquina oyeron algo que hizo que sus corazones se detuvieran: un grito agudo y ate­rrorizado, que procedía del lugar que acababan de cerrar con llave.

—Oh, no —dijo Ron, tan pálido como el Barón Sangui­nario.

—¡Es el cuarto de baño de las chicas! —bufó Harry.

—¡Hermione! —dijeron al unísono.

Era lo último que querían hacer; pero ¿qué opción les quedaba? Volvieron a toda velocidad hasta la puerta y dieron la vuelta a la llave, resoplando de miedo. Harry empujó la puerta y entraron corriendo.

Hermione Granger estaba agazapada contra la pared opuesta, con aspecto de estar a punto de desmayarse. El per­sonaje deforme avanzaba hacia ella, chocando contra los lavamanos.

—¡Distráelo! —gritó Harry desesperado y tirando de un grifo, lo arrojó con toda su fuerza contra la pared.

El trol se detuvo a pocos pasos de Hermione. Se balan­ceó, parpadeando con aire estúpido, para ver quién había he­cho aquel ruido. Sus ojitos malignos detectaron a Harry Va­ciló y luego se abalanzó sobre él, levantando su bastón.

—¡Eh, cerebro de guisante! —gritó Ron desde el otro ex­tremo, tirándole una cañería de metal. El ser deforme no pa­reció notar que la cañería lo golpeaba en la espalda, pero sí oyó el aullido y se detuvo otra vez, volviendo su horrible hoci­co hacia Ron y dando tiempo a Harry para correr.

—¡Vamos, corre, corre! —Harry gritó a Hermione, tra­tando de empujarla hacia la puerta, pero la niña no se podía mover. Seguía agazapada contra la pared, con la boca abierta de miedo.

Los gritos y los golpes parecían haber enloquecido al trol. Se volvió y se enfrentó con Ron, que estaba más cerca y no tenía manera de escapar.

Entonces Harry hizo algo muy valiente y muy estúpido: corrió, dando un gran salto y se colgó, por detrás, del cuello de aquel monstruo. La atroz criatura no se daba cuenta de que Harry colgaba de su espalda, pero hasta un ser así podía sentirlo si uno le clavaba un palito de madera en la nariz, pues la varita de Harry todavía estaba en su mano cuando saltó y se había introducido directamente en uno de los orifi­cios nasales del trol.

Chillando de dolor; el trol se agitó y sacudió su bastón, con Harry colgado de su cuello y luchando por su vida. En cualquier momento el monstruo lo destrozaría, o le daría un golpe terrible con el bastón.

Hermione estaba tirada en el suelo, aterrorizada. Ron empuñó su propia varita, sin saber qué iba a hacer; y se oyó gritar el primer hechizo que se le ocurrió:

—¡Wingardium leviosa!

El bastón salió volando de las manos del trol, se elevó, muy arriba, y luego dio la vuelta y se dejó caer con fuerza so­bre la cabeza de su dueño. El trol se balanceó y cayó boca abajo con un ruido que hizo temblar la habitación.

Harry se puso de pie. Le faltaba el aire. Ron estaba allí, con la varita todavía levantada, contemplando su obra.

Hermione fue la que habló primero.

—¿Está... muerto?

—No lo creo —dijo Harry—. Supongo que está desma­yado.

Se inclinó y retiró su varita de la nariz del trol. Estaba cubierta por una gelatina gris.

—Puaj... qué asco.

La limpió en la piel del trol.

Un súbito portazo y fuertes pisadas hicieron que los tres se sobresaltaran. No se habían dado cuenta de todo el ruido que habían hecho, pero, por supuesto, abajo debían haber oído los golpes y los gruñidos del trol. Un momento después, la profesora McGonagall entraba apresuradamente en la ha­bitación, seguida por Snape y Quirrell, que cerraban la mar­cha. Quirrell dirigió una mirada al monstruo, se le escapó un gemido y se dejó caer en un inodoro, apretándose el pecho.

Snape se inclinó sobre el trol. La profesora McGonagall miraba a Ron y Harry Nunca la habían visto tan enfadada. Tenía los labios blancos. Las esperanzas de ganar cincuenta puntos para Gryffindor se desvanecieron rápidamente de la mente de Harry.

—¿En qué estabais pensando, por todos los cielos? —dijo la profesora McGonagall, con una furia helada. Harry miró a Ron, todavía con la varita levantada—. Tenéis suerte de que no os haya matado. ¿Por qué no estabais en los dormi­torios?

Snape dirigió a Harry una mirada aguda e inquisidora. Harry clavó la vista en el suelo. Deseó que Ron pudiera es­conder la varita.

Entonces, una vocecita surgió de las sombras.

—Por favor; profesora McGonagall... Me estaban bus­cando a mí.

—¡Hermione Granger!

Hermione finalmente se había puesto de pie.

—Yo vine a buscar al trol porque yo... yo pensé que podía vencerlo, porque, ya sabe, había leído mucho sobre el tema.

Ron dejó caer su varita. ¿Hermione Granger diciendo una mentira a su profesora?

—Si ellos no me hubieran encontrado, yo ahora estaría muerta. Harry le clavó su varita en la nariz y Ron lo hizo gol­pearse con su propio bastón. No tuvieron tiempo de ir a bus­car ayuda. Estaba a punto de matarme cuando ellos llegaron.

Harry y Ron trataron de no poner cara de asombro.

—Bueno... en ese caso —dijo la profesora McGonagall, contemplando a los tres niños—... Hermione Granger; eres una tonta. ¿Cómo creías que ibas a derrotar a un trol gigante tú sola?

Hermione bajó la cabeza. Harry estaba mudo. Hermione era la última persona que haría algo contra las reglas, y allí estaba, fingiendo una infracción para librarlos a ellos del problema. Era como si Snape empezara a repartir golosinas.

—Hermione Granger, por esto Gryffindor perderá cinco puntos —dijo la profesora McGonagall—. Estoy muy desilu­sionada por tu conducta. Si no te ha hecho daño, mejor que vuelvas a la torre Gryffindor. Los alumnos están terminando la fiesta en sus casas.

Hermione se marchó.

La profesora McGonagall se volvió hacia Harry y Ron.

—Bueno, sigo pensando que tuvisteis suerte, pero no muchos de primer año podrían derrumbar a esta montaña. Habéis ganado cinco puntos cada uno para Gryffindor. El profesor Dumbledore será informado de esto. Podéis iros.

Salieron rápidamente y no hablaron hasta subir dos pi­sos. Era un alivio estar fuera del alcance del olor del trol, además del resto.

—Tendríamos que haber obtenido más de diez puntos —se quejó Ron.

—Cinco, querrás decir; una vez que se descuenten los de Hermione.

—Se portó muy bien al sacarnos de este lío —admitió Ron—. Claro que nosotros la salvamos.

—No habría necesitado que la salváramos si no hubiéra­mos encerrado esa cosa con ella —le recordó Harry.

Habían llegado al retrato de la Dama Gorda.

—Hocico de cerdo —dijeron, y entraron.

La sala común estaba llena de gente y ruidos. Todos co­mían lo que les habían subido. Hermione, sin embargo, esta­ba sola, cerca de la puerta, esperándolos. Se produjo una pausa muy incómoda. Luego, sin mirarse, todos dieron: «Gracias» y corrieron a buscar platos para comer.

Pero desde aquel momento Hermione Granger se convir­tió en su amiga. Hay algunas cosas que no se pueden com­partir sin terminar unidos, y derrumbar un trol de tres me­tros y medio es una de esas cosas.

 

 

Quidditch

 

 

Cuando empezó el mes de noviembre, el tiempo se volvió muy frío. Las montañas cercanas al colegio adquirieron un tono gris de hielo y el lago parecía de acero congelado. Cada mañana, el parque aparecía cubierto de escarcha. Por las ventanas de arriba veían a Hagrid descongelando las esco­bas en el campo de quidditch, enfundado en un enorme abri­go de piel de topo, guantes de pelo de conejo y enormes botas de piel de castor.

Iba a comenzar la temporada de quidditch. Aquel sába­do, Harry jugaría su primer partido, después de semanas de entrenamiento: Gryffindor contra Slytherin. Si Gryffindor ga­naba, pasarían a ser segundos en el campeonato de las casas.

Casi nadie había visto jugar a Harry, porque Wood había decidido que sería su arma secreta. Harry también debía mantenerlo en secreto. Pero la noticia de que iba a jugar como buscador se había filtrado, y Harry no sabía qué era peor: que le dijeran que lo haría muy bien o que sería un desastre.

Era realmente una suerte que Harry tuviera a Hermio­ne como amiga. No sabía cómo habría terminado todos sus deberes sin la ayuda de ella, con todo el entrenamiento de quidditch que Wood le exigía. La niña también le había pres­tado Quidditch a través de los tiempos, que resultó ser un li­bro muy interesante.

Harry se enteró de que había setecientas formas de co­meter una falta y de que todas se habían consignado durante los Mundiales de 1473; que los buscadores eran habitualmente los jugadores más pequeños y veloces, y que los acci­dentes más graves les sucedían a ellos; que, aunque la gente no moría jugando al quidditch, se sabía de árbitros que ha­bían desaparecido, para reaparecer meses después en el de­sierto del Sahara.

Hermione se había vuelto un poco más flexible en lo que se refería a quebrantar las reglas, desde que Harry y Ron la salvaron del monstruo, y era mucho más agradable. El día anterior al primer partido de Harry los tres estaban fuera, en el patio helado, durante un recreo, y la muchacha había he­cho aparecer un brillante fuego azul, que podían llevar con ellos, en un frasco de mermelada. Estaban de espaldas al fuego para calentarse cuando Snape cruzó el patio. De inme­diato, Harry se dio cuenta de que Snape cojeaba. Los tres chi­cos se apiñaron para tapar el fuego, ya que no estaban segu­ros de que aquello estuviera permitido. Por desgracia, algo en sus rostros culpables hizo detener a Snape. Se dio la vuel­ta, arrastrando la pierna. No había visto el fuego, pero pare­cía buscar una razón para regañarlos.

—¿Qué tienes ahí, Potter?

Era el libro sobre quidditch. Harry se lo enseñó.

—Los libros de la biblioteca no pueden sacarse fuera del colegio —dijo Snape—. Dámelo. Cinco puntos menos para Gryffindor.

—Seguro que se ha inventado esa regla —murmuró Harry con furia, mientras Snape se alejaba cojeando—. Me pregunto qué le pasa en la pierna.

—No sé, pero espero que le duela mucho —dijo Ron con amargura.

 

 

En la sala común de Gryffindor había mucho ruido aquella noche. Harry, Ron y Hermione estaban sentados juntos, cer­ca de la ventana. Hermione estaba repasando los deberes de Harry y Ron sobre Encantamientos. Nunca los dejaba copiar («¿cómo vais a aprender?»), pero si le pedían que revisara los trabajos les explicaba las respuestas correctas.

Harry se sentía inquieto. Quería recuperar su libro so­bre quidditch, para mantener la mente ocupada y no estar nervioso por el partido del día siguiente. ¿Por qué iba a temer a Snape? Se puso de pie y dijo a Ron y Hermione que le pre­guntaría a Snape si podía devolverle el libro.

—Yo no lo haría —dijeron al mismo tiempo, pero Harry pensaba que Snape no se iba a negar, si había otros profeso­res presentes.

Bajó a la sala de profesores y llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez. Nada.

¿Tal vez Snape había dejado el libro allí? Valía la pena intentarlo. Empujó un poco la puerta, miró antes de entrar... y sus ojos captaron una escena horrible.

Snape y Filch estaban allí, solos. Snape tenía la túnica levantada por encima de las rodillas. Una de sus piernas es­taba magullada y llena de sangre. Filch le estaba alcanzando unas vendas.

—Esa cosa maldita... —decía Snape—. ¿Cómo puede uno vigilar a tres cabezas al mismo tiempo?

Harry intentó cerrar la puerta sin hacer ruido, pero...

—¡POTTER!

El rostro de Snape estaba crispado de furia y dejó caer su túnica rápidamente, para ocultar la pierna herida. Harry tragó saliva.

—Me preguntaba si me podía devolver mi libro —dijo.

—¡FUERA! ¡FUERA DE AQUÍ!

Harry se fue, antes de que Snape pudiera quitarle pun­tos para Gryffindor. Subió corriendo la escalera.

—¿Lo has conseguido? —preguntó Ron, cuando se reu­nió con ellos—. ¿Qué ha pasado?

Entre susurros, Harry les contó lo que había visto.

—¿Sabéis lo que quiere decir? —terminó sin aliento—. ¡Que trató de pasar por donde estaba el perro de tres cabe­zas, en Halloween! Allí se dirigía cuando lo vimos... ¡Iba a buscar lo que sea que tengan guardado allí! ¡Y apuesto mi escoba a que fue él quien dejó entrar al monstruo, para distraer la atención!

Hermione tenía los ojos muy abiertos.

—No, no puede ser —dijo—. Sé que no es muy bueno, pero no iba a tratar de robar algo que Dumbledore está cus­todiando.

—De verdad, Hermione, tú crees que todos los profeso­res son santos o algo parecido —dijo enfadado Ron—. Yo es­toy con Harry. Creo que Snape es capaz de cualquier cosa. Pero ¿qué busca? ¿Qué es lo que guarda el perro?

Harry se fue a la cama con aquellas preguntas dando vueltas en su cabeza. Neville roncaba con fuerza, pero Harry no podía dormir. Trató de no pensar en nada (necesitaba dor­mir; debía hacerlo, tenía su primer partido de quidditch en pocas horas) pero la expresión de la cara de Snape cuando Harry vio su pierna era difícil de olvidar.

 

 

La mañana siguiente amaneció muy brillante y fría. El Gran Comedor estaba inundado por el delicioso aroma de las sal­chichas fritas y las alegres charlas de todos, que esperaban un buen partido de quidditch.

—Tienes que comer algo para el desayuno.

—No quiero nada.

—Aunque sea un pedazo de tostada —suplicó Hermione.

—No tengo hambre.

Harry se sentía muy mal. En cualquier momento echa­ría a andar hacia el terreno de juego.

—Harry, necesitas fuerza —dijo Seamus Finnigan—. Los únicos que el otro equipo marca son los buscadores.

—Gracias, Seamus —respondió Harry, observando cómo llenaba de salsa de tomate sus salchichas.

A las once de la mañana, todo el colegio parecía estar reunido alrededor del campo de quidditch. Muchos alumnos tenían prismáticos. Los asientos podían elevarse pero, inclu­so así, a veces era difícil ver lo que estaba sucediendo.

Ron y Hermione se reunieron con Seamus y Dean en la grada más alta. Para darle una sorpresa a Harry, habían transformado en pancarta una de las sábanas que Scabbers había estropeado. Decía: «Potter; presidente», y Dean, que dibujaba bien, había trazado un gran león de Gryffindor. Luego Hermione había realizado un pequeño hechizo y la pintura brillaba, cambiando de color.

Mientras tanto, en los vestuarios, Harry y el resto del equipo se estaban cambiando para ponerse las túnicas color escarlata de quidditch (Slytherin jugaba de verde).

Wood se aclaró la garganta para pedir silencio.

—Bueno, chicos —dijo.

—Y chicas —añadió la cazadora Angelina Johnson.

—Y chicas —dijo Wood—. Éste es...

—El grande —dijo Fred Weasley

—El que estábamos esperando —dijo George.

—Nos sabemos de memoria el discurso de Oliver —dijo Fred a Harry—. Estábamos en el equipo el año pasado.

—Callaos los dos —ordenó Wood—. Éste es el mejor equipo que Gryffindor ha tenido en muchos años. Y vamos a ganar.

Les lanzó una mirada que parecía decir: «Si no...».

—Bien. Ya es la hora. Buena suerte a todos.

Harry siguió a Fred y George fuera del vestuario y, espe­rando que las rodillas no le temblaran, pisó el terreno de jue­go entre vítores y aplausos.

La señora Hooch hacía de árbitro. Estaba en el centro del campo, esperando a los dos equipos, con su escoba en la mano.

—Bien, quiero un partido limpio y sin problemas, por parte de todos —dijo cuando estuvieron reunidos a su alre­dedor.

Harry notó que parecía dirigirse especialmente al capi­tán de Slytherin, Marcus Flint, un muchacho de quinto año. Le pareció que tenía un cierto parentesco con el trol gigante. Con el rabillo del ojo, vio el estandarte brillando sobre la muchedumbre: «Potter; presidente». Se le aceleró el corazón. Se sintió más valiente.

—Montad en vuestras escobas, por favor.

Harry subió a su Nimbus 2.000.

La señora Hooch dio un largo pitido con su silbato de plata. Quince escobas se elevaron, alto, muy alto en el aire. Y es­taban muy lejos.

—Y la quaffle es atrapada de inmediato por Angelina Johnson de Gryffindor... Qué excelente cazadora es esta jo­ven y, a propósito, también es muy guapa...

—¡JORDAN!

—Lo siento, profesora.

El amigo de los gemelos Weasley, Lee Jordan, era el co­mentarista del partido, vigilado muy de cerca por la profeso­ra McGonagall.

—Y realmente golpea bien, un buen pase a Alicia Spin­net, el gran descubrimiento de Oliver Wood, ya que el año pasa­do estaba en reserva... Otra vez Johnson y.. No, Slytherin ha cogido la quaffle, el capitán de Slytherin, Marcus Flint se apodera de la quaffle y allá va... Flint vuela como un águila... está a punto de... no, lo detiene una excelente jugada del guardián Wood de Gryffindor y Gryffindor tiene la quaffle... Aquí está la cazadora Katie Bell de Gryffindor; buen vuelo rodeando a Flint, vuelve a elevarse del terreno de juego y.. ¡Aaayyyy!, eso ha tenido que dolerle, un golpe de bludger en la nuca... La quaffle en poder de Slytherin... Adrian Pucey co­giendo velocidad hacia los postes de gol, pero lo bloquea otra bludger, enviada por Fred o George Weasley, no sé cuál de los dos... bonita jugada del golpeador de Gryffindor, y Johnson otra vez en posesión de la quaffle, el campo libre y allá va, realmente vuela, evita una bludger, los postes de gol están ahí... vamos, ahora Angelina... el guardián Bletchley se lan­za... no llega... ¡GOL DE GRYFFINDOR!

Los gritos de los de Gryffindor llenaron el aire frío, junto con los silbidos y quejidos de Slytherin.

—Venga, dejadme sitio.

—¡Hagrid!

Ron y Hermione se juntaron para dejarle espacio a Hagrid.

—Estaba mirando desde mi cabaña —dijo Hagrid, ense­ñando el largo par de binoculares que le colgaban del cue­llo—. Pero no es lo mismo que estar con toda la gente. Toda­vía no hay señales de la snitch, ¿no?

—No —dijo Ron—. Harry todavía no tiene mucho que hacer.

—Mantenerse fuera de los problemas ya es algo —dijo Hagrid, cogiendo sus binoculares y fijándolos en la manchita que era Harry.

Por encima de ellos, Harry volaba sobre el juego, espe­rando alguna señal de la snitch. Eso era parte del plan que tenían con Wood.

—Manténte apartado hasta que veas la snitch —le ha­bía dicho Wood—. No queremos que ataques antes de que tengas que hacerlo.

Cuando Angelina anotó un punto, Harry dio unas volte­retas para aflojar la tensión, y volvió a vigilar la llegada de la snitch. En un momento vio un resplandor dorado, pero era el reflejo del reloj de uno de los gemelos Weasley; en otro, una bludger decidió perseguirlo, como si fuera una bala de cañón, pero Harry la esquivó y Fred Weasley salió a atraparla.



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