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Norberto, el ridgeback noruego



 

 

Sin embargo, Quirrell debía de ser más valiente de lo que habían pensado. En las semanas que siguieron se fue po­niendo cada vez más delgado y pálido, pero no parecía que su voluntad hubiera cedido.

Cada vez que pasaban por el pasillo del tercer piso, Harry, Ron y Hermione apoyaban las orejas contra la puerta, para ver si Fluffy estaba gruñendo, allí dentro. Snape seguía con su habitual mal carácter, lo que seguramente significa­ba que la Piedra estaba a salvo. Cada vez que Harry se cru­zaba con Quirrell, le dirigía una sonrisa para darle ánimo, y Ron les decía a todos que no se rieran del tartamudeo del profesor.

Hermione, sin embargo, tenía en su mente otras cosas, además de la Piedra Filosofal. Había comenzado a hacer ho­rarios para repasar y a subrayar con diferentes colores sus apuntes. A Harry y Ron eso no les habría importado, pero los fastidiaba todo el tiempo para que hicieran lo mismo.

—Hermione, faltan siglos para los exámenes.

—Diez semanas —replicó Hermione—. Eso no son si­glos, es un segundo para Nicolás Flamel.

—Pero nosotros no tenemos seiscientos años —le recor­dó Ron—. De todos modos, ¿para qué repasas si ya te lo sabes todo?

—¿Que para qué estoy repasando? ¿Estás loco? ¿Te has dado cuenta de que tenemos que pasar estos exámenes para entrar en segundo año? Son muy importantes, tendría que ha­ber empezado a estudiar hace un mes, no sé lo que me pasó...

Pero desgraciadamente, los profesores parecían pensar lo mismo que Hermione. Les dieron tantos deberes que las vacaciones de Pascua no resultaron tan divertidas como las de Navidad. Era difícil relajarse con Hermione al lado, recitan­do los doce usos de la sangre de dragón o practicando movi­mientos con la varita. Quejándose y bostezando, Harry y Ron pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la biblioteca con ella, tratando de hacer todo el trabajo suplementario.

—Nunca podré acordarme de esto —estalló Ron una tar­de, arrojando la pluma y mirando por la ventana de la biblio­teca con nostalgia. Era realmente el primer día bueno desde hacía meses. El cielo era claro, y las nomeolvides azules y el aire anunciaban el verano.

Harry, que estaba buscando «díctamo» en Mil hierbas mágicas y hongos no levantó la cabeza hasta que oyó que Ron decía:

—¡Hagrid! ¿Qué estás haciendo en la biblioteca?

Hagrid apareció con aire desmañado, escondiendo algo detrás de la espalda. Parecía muy fuera de lugar; con su abri­go de piel de topo.

—Estaba mirando —dijo con una voz evasiva que les lla­mó la atención—. ¿Y vosotros qué hacéis? —De pronto pare­ció sospechar algo—. No estaréis buscando todavía a Nicolás Flamel, ¿no?

—Oh, lo encontramos hace siglos —dijo Ron con aire grandilocuente—. Y también sabemos lo que custodia el pe­rro, es la Piedra Fi...

—¡¡Shhh!! —Hagrid miró alrededor para ver si alguien los escuchaba—. No podéis ir por ahí diciéndolo a gritos. ¿Qué os pasa?

—En realidad, hay unas pocas cosas que queremos pre­guntarte —dijo Harry— sobre qué cosas más custodian la Piedra, además de Fluffy...

—¡SHHHH! —dijo Hagrid otra vez—. Mirad, venid a ver­me más tarde, no os prometo que os vaya a decir algo, pero no andéis por ahí hablando, los alumnos no deben saber nada. Van a pensar que yo os lo he contado...

—Te vemos más tarde, entonces —dijo Harry

Hagrid se escabulló.

—¿Qué escondía detrás de la espalda? —dijo Hermione con aire pensativo.

—¿Creéis que tiene que ver con la Piedra?

—Voy a ver en qué sección estaba —dijo Ron, cansado de sus trabajos. Regresó un minuto más tarde, con muchos li­bros en los brazos. Los desparramó sobre la mesa.

—¡Dragones! —susurró—. ¡Hagrid estaba buscando co­sas sobre dragones! Mirad estos dos: Especies de dragones en Gran Bretaña e Irlanda y Del huevo al infierno, guía para guardianes de dragones...

—Hagrid siempre quiso tener un dragón, me lo dijo el día que lo conocí —dijo Harry

—Pero va contra nuestras leyes —dijo Ron—. Criar dra­gones fue prohibido por la Convención de Magos de 1709, to­dos lo saben. Era difícil que los muggles no nos detectaran si teníamos dragones en nuestros jardines. De todos modos, no se puede domesticar un dragón, es peligroso. Tendríais que ver las quemaduras que Charlie se hizo con esos dragones salvajes de Rumania.

—Pero no hay dragones salvajes en Inglaterra, ¿verdad? —preguntó Harry

—Por supuesto que hay —respondió Ron—. Verdes en Gales y negros en Escocia. Al ministro de Magia le ha costado trabajo silenciar ese asunto, te lo aseguro. Los nuestros tie­nen que hacerles encantamientos a los muggles que los han visto para que los olviden.

—Entonces ¿en qué está metido Hagrid? —dijo Hermione.

 

 

Cuando llamaron a la puerta de la cabaña del guardabos­ques, una hora más tarde, les sorprendió ver todas las corti­nas cerradas. Hagrid preguntó «¿quién es?» antes de dejarlos entrar, y luego cerró rápidamente la puerta tras ellos.

En el interior; el calor era sofocante. Pese a que era un día cálido, en la chimenea ardía un buen fuego. Hagrid les preparó el té y les ofreció bocadillos de comadreja, que ellos no aceptaron.

—Entonces ¿queríais preguntarme algo?

—Sí —dijo Harry No tenía sentido dar más vueltas—. Nos preguntábamos si podías decirnos si hay algo más que custodie a la Piedra Filosofal, además de Fluffy.

Hagrid lo miró con aire adusto.

—Por supuesto que no puedo —dijo—. En primer lugar; no lo sé. En segundo lugar, vosotros ya sabéis demasiado, así que tampoco os lo diría si lo supiera. Esa Piedra está aquí por un buen motivo. Casi la roban de Gringotts... Aunque eso ya lo sabíais, ¿no? Me gustaría saber cómo averiguasteis lo de Fluffy.

—Oh, vamos, Hagrid, puedes no querer contarnos, pero debes saberlo, tú sabes todo lo que sucede por aquí —dijo Hermione, con voz afectuosa y lisonjera. La barba de Hagrid se agitó y vieron que sonreía. Hermione continuó—: Nos pre­guntábamos en quién más podía confiar Dumbledore lo sufi­ciente para pedirle ayuda, además de ti.

Con esas últimas palabras, el pecho de Hagrid se ensan­chó. Harry y Ron miraron a Hermione con orgullo.

—Bueno, supongo que no tiene nada de malo deciros esto... Dejadme ver... Yo le presté a Fluffy... luego algunos de los profesores hicieron encantamientos... el profesor Sprout, el profesor Flitwick, la profesora McGonagall —contó con los dedos—, el profesor Quirrell y el mismo Dumbledore, por su­puesto. Esperad, me he olvidado de alguien. Oh, claro, el pro­fesor Snape.

—¿Snape?

—Ajá... No seguiréis con eso todavía, ¿no? Mirad, Snape ayudó a proteger la Piedra, no quiere robarla.

Harry sabía que Ron y Hermione estaban pensando lo mismo que él. Si Snape había formado parte de la protección de la Piedra, le resultaría fácil descubrir cómo la prote­gían los otros profesores. Es probable que supiera todos los en­cantamientos, salvo el de Quirrell, y cómo pasar ante Fluffy.

—Tu eres el único que sabe cómo pasar ante Fluffy, ¿no, Hagrid? —preguntó Harry con ansiedad—. Y no se lo dirás a nadie, ¿no es cierto? ¿Ni siquiera a un profesor?

—Ni un alma lo sabe, salvo Dumbledore y yo —dijo Ha­grid con orgullo.

—Bueno, eso es algo —murmuró Harry a los demás—. Hagrid, ¿podríamos abrir una ventana? Me estoy asando.

—No puedo, Harry, lo siento —respondió Hagrid. Harry notó que miraba de reojo hacia el fuego. Harry también miró.

—Hagrid... ¿Qué es eso?

Pero ya sabía lo que era. En el centro de la chimenea, de­bajo de la cazuela, había un enorme huevo negro.

—Ah —dijo Hagrid, tirándose con nerviosismo de la bar­ba—. Eso... eh...

—¿Dónde lo has conseguido, Hagrid? —preguntó Ron, agachándose ante la chimenea para ver de cerca el huevo— Debe de haberte costado una fortuna.

—Lo gané —explicó Hagrid—. La otra noche. Estaba en la aldea, tomando unas copas y me puse a jugar a las cartas con un desconocido. Creo que se alegró mucho de librarse de él, si he de ser sincero.

—Pero ¿qué vas a hacer cuando salga del cascarón? —pre­guntó Hermione.

—Bueno, estuve leyendo un poco —dijo Hagrid, sacando un gran libro de debajo de su almohada—. Lo conseguí en la biblioteca: Crianza de dragones para placer y provecho. Está un poco anticuado, por supuesto, pero sale todo. Mantener el huevo en el fuego, porque las madres respiran fuego sobre ellos y, cuando salen del cascarón, alimentarlos con brandy mezclado con sangre de pollo, cada media hora. Y mirad, dice cómo reconocer los diferentes huevos. El que tengo es un rid­geback noruego. Y son muy raros.

Parecía muy satisfecho de sí mismo, pero Hermione no.

—Hagrid, tú vives en una casa de madera —dijo.

Pero Hagrid no la escuchaba. Canturreaba alegremente mientras alimentaba el fuego.

 

 

Así que ya tenían algo más de qué preocuparse: lo que podía sucederle a Hagrid si alguien descubría que ocultaba un dra­gón ilegal en su cabaña.

—Me pregunto cómo será tener una vida tranquila —sus­piró Ron, mientras noche tras noche luchaban con todo el trabajo extra que les daban los profesores. Hermione había comenzado ya a hacer horarios de repaso para Harry y Ron. Los estaba volviendo locos.

Entonces, durante un desayuno, Hedwig entregó a Harry otra nota de Hagrid. Sólo decía: «Está a punto de salir».

Ron quería faltar a la clase de Herbología e ir directa­mente a la cabaña. Hermione no quería ni oír hablar de eso.

—Hermione, ¿cuántas veces en nuestra vida veremos a un dragón saliendo de su huevo?

—Tenemos clases, nos vamos a meter en líos y no vamos a poder hacer nada cuando alguien descubra lo que Hagrid está haciendo...

—¡Cállate! —susurró Harry

Malfoy estaba cerca de ellos y se había quedado inmóvil para escucharlos. ¿Cuánto había oído? A Harry no le gustó la expresión de su cara.

Ron y Hermione discutieron durante todo el camino hacia la clase de Herbología y, al final, Hermione aceptó ir a la cabaña de Hagrid con ellos durante el recreo de la maña­na. Cuando al final de las clases sonó la campana del castillo, los tres dejaron sus trasplantadores y corrieron por el parque hasta el borde del bosque. Hagrid los recibió, excitado y ra­diante.

—Ya casi está fuera —dijo cuando entraron.

El huevo estaba sobre la mesa. Tenía grietas en la cásca­ra. Algo se movía en el interior y un curioso ruido salía de allí.

Todos acercaron las sillas a la mesa y esperaron, respi­rando con agitación.

De pronto se oyó un ruido y el huevo se abrió. La cría de dragón aleteó en la mesa. No era exactamente bonito. Harry pensó que parecía un paraguas negro arrugado. Sus alas puntiagudas eran enormes, comparadas con su cuerpo flacu­cho. Tenía un hocico largo con anchas fosas nasales, las pun­tas de los cuernos ya le salían y tenía los ojos anaranjados y saltones.

Estornudó. Volaron unas chispas.

—¿No es precioso? —murmuró Hagrid. Alargó una mano para acariciar la cabeza del dragón. Este le dio un mordisco en los dedos, enseñando unos colmillos puntiagudos.

—¡Bendito sea! Mirad, conoce a su mamá —dijo Hagrid.

—Hagrid —dijo Hermione—. ¿Cuánto tardan en crecer los ridgebacks noruegos?

Hagrid iba a contestarle, cuando de golpe su rostro pali­deció. Se puso de pie de un salto y corrió hacia la ventana.

—¿Qué sucede?

—Alguien estaba mirando por una rendija de la corti­na... Era un chico... Va corriendo hacia el colegio.

Harry fue hasta la puerta y miró. Incluso a distancia, era inconfundible:

Malfoy había visto el dragón.

 

· · ·

 

Algo en la sonrisa burlona de Malfoy durante la semana si­guiente ponía nerviosos a Harry, Ron y Hermione. Pasaban la mayor parte de su tiempo libre en la oscura cabaña de Ha­grid, tratando de hacerlo entrar en razón.

—Déjalo ir —lo instaba Harry—. Déjalo en libertad.

—No puedo —decía Hagrid—. Es demasiado pequeño. Se morirá.

Miraron el dragón. Había triplicado su tamaño en sólo una semana. Ya le salía humo de las narices. Hagrid no cum­plía con sus deberes de guardabosques porque el dragón ocu­paba todo su tiempo. Había botellas vacías de brandy y plu­mas de pollo por todo el suelo.

—He decidido llamarlo Norberto —dijo Hagrid, mirando al dragón con ojos húmedos—. Ya me reconoce, mirad. ¡Nor­berto! ¡Norberto! ¿Dónde está mamá?

—Ha perdido el juicio —murmuró Ron a Harry.

—Hagrid —dijo Harry en voz muy alta—, espera dos se­manas y Norberto será tan grande como tu casa. Malfoy se lo contará a Dumbledore en cualquier momento.

Hagrid se mordió el labio.

—Yo... yo sé que no puedo quedarme con él para siempre, pero no puedo echarlo, no puedo.

Harry se volvió hacia Ron súbitamente.

—Charlie —dijo.

—Tu también estás mal de la cabeza —dijo Ron—. Yo soy Ron, ¿recuerdas?

—No... Charlie, tu hermano. En Rumania. Estudiando dragones. Podemos enviarle a Norberto. ¡Charlie lo cuidará y luego lo dejará vivir en libertad!

—¡Genial! —dijo Ron—. ¿Qué piensas de eso, Hagrid?

Y al final, Hagrid aceptó que enviaran una lechuza para pedirle ayuda a Charlie.

 

 

La semana siguiente pareció alargarse. La noche del miérco­les encontró a Harry y Hermione sentados solos en la sala común, mucho después de que todos se fueran a acostar. El reloj de la pared acababa de dar doce campanadas cuando el agujero de la pared se abrió de golpe. Ron surgió de la nada, al quitarse la capa invisible de Harry Había estado en la ca­baña de Hagrid, ayudándolo a alimentar a Norberto, que ya comía ratas muertas.

—¡Me ha mordido! —dijo, enseñándoles la mano envuel­ta en un pañuelo ensangrentado—. No podré escribir en una semana. Os aseguro que los dragones son los animales más horribles que conozco, pero para Hagrid es como si fuera un osito de peluche. Cuando me mordió, me hizo salir porque, según él, yo lo había asustado. Y cuando me fui le estaba can­tando una canción de cuna.

Se oyó un golpe en la ventana oscura.

—¡Es Hedwig! —dijo Harry, corriendo para dejarla en­trar—. ¡Debe de traer la respuesta de Charlie!

Los tres juntaron las cabezas para leer la carta.

 

Querido Ron:

¿Cómo estás? Gracias por tu carta. Estaré encan­tado de quedarme con el ridgeback noruego, pero no será fácil traerlo aquí. Creo que lo mejor será hacerlo con unos amigos que vienen a visitarme la semana que viene. El problema es que no deben verlos llevando un dragón ilegal. ¿Podríais llevar al ridgeback noruego a la torre más alta, la medianoche del sába­do? Ellos se encontrarán contigo allí y se lo llevarán mientras dure la oscuridad.

Envíame la respuesta lo antes posible.

Besos,

Charlie

Se miraron.

——Tenemos la capa invisible —dijo Harry—. No será tan difícil... creo que la capa es suficientemente grande para cu­brir a Norberto y a dos de nosotros.

La prueba de lo mala que había sido aquella semana para ellos fue que aceptaron de inmediato. Cualquier cosa para liberarse de Norberto... y de Malfoy.

Se encontraron con un obstáculo. A la mañana siguiente, la mano mordida de Ron se había inflamado y tenía dos veces su tamaño normal. No sabía si convenía ir a ver a la señora Pomfrey ¿Reconocería una mordedura de dragón? Sin em­bargo, por la tarde no tuvo elección. La herida se había convertido en una horrible cosa verde. Parecía que los colmillos de Norberto tenían veneno.

Al finalizar el día, Harry y Hermione fueron corriendo hasta el ala de la enfermería para visitar a Ron y lo encontra­ron en un estado terrible.

—No es sólo mi mano —susurró— aunque parece que se me vaya a caer a trozos. Malfoy le dijo a la señora Pomfrey que quería pedirme prestado un libro, y vino y se estuvo rien­do de mí. Me amenazó con decirle a ella quién me había mor­dido (yo le había dicho que era un perro, pero creo que no me creyó). No debí pegarle en el partido de quidditch. Por eso se está portando así.

Harry y Hermione trataron de calmarlo.

—Todo habrá terminado el sábado a medianoche —dijo Hermione, pero eso no lo tranquilizó. Al contrario, se sentó en la cama y comenzó a temblar.

—¡La medianoche del sábado! —dijo con voz ronca—. Oh, no, oh, no... acabo de acordarme... la carta de Charlie es­taba en el libro que se llevó Malfoy, se enterará de la forma en que nos libraremos de Norberto.

Harry y Hermione no tuvieron tiempo de contestarle. Apareció la señora Pomfrey y los hizo salir; diciendo que Ron necesitaba dormir.

 

 

—Es muy tarde para cambiar los planes —dijo Harry a Her­mione—. No tenemos tiempo de enviar a Charlie otra lechu­za y ésta puede ser nuestra única oportunidad de librarnos de Norberto. Tendremos que arriesgarnos. Y tenemos la capa invisible y Malfoy no lo sabe.

Encontraron a Fang, el perro cazador de jabalíes, senta­do afuera, con la cola vendada, cuando fueron a avisar a Ha­grid. Éste les habló a través de la ventana.

—No os hago entrar —jadeó— porque Norberto está un poco molesto. No es nada importante, ya me ocuparé de él.

Cuando le contaron lo que decía Charlie, se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque tal vez fuera porque Norberto acababa de morderle la pierna.

—¡Aaay! Está bien, sólo me ha cogido la bota... está ju­gando... después de todo es sólo un cachorro.

El cachorro golpeó la pared con su cola, haciendo temblar las ventanas. Harry y Hermione regresaron al castillo con la sensación de que el sábado no llegaría lo bastante rápido.

 

 

Tendrían que haber sentido pena por Hagrid, cuando llegó el momento de la despedida, si no hubieran estado tan preocu­pados por lo que tenían que hacer. Era una noche oscura y llena de nubes y llegaron un poquito tarde a la cabaña de Hagrid, porque tuvieron que esperar a que Peeves saliera del vestíbulo, donde jugaba a tenis contra las paredes.

Hagrid tenía a Norberto listo y encerrado en una gran jaula.

—Tiene muchas ratas y algo de brandy para el viaje —dijo Hagrid con voz amable—. Y le puse su osito de peluche por si se siente solo.

Del interior de la jaula les llegaron unos sonidos, que hi­cieron pensar a Harry que Norberto le estaba arrancando la cabeza al osito.

—¡Adiós, Norberto! —sollozó Hagrid, mientras Harry y Hermione cubrían la jaula con la capa invisible y se metían dentro ellos también—. ¡Mamá nunca te olvidará!

Cómo se las arreglaron para llevar la jaula hasta la torre del castillo fue algo que nunca supieron. Era casi mediano­che cuando trasladaron la jaula de Norberto por las escaleras de mármol del castillo y siguieron por pasillos oscuros. Su­bieron una escalera, luego otra... Ni siquiera uno de los ata­jos de Harry hizo el trabajo más fácil.

—¡Ya casi llegamos! —resopló Harry, mientras alcanza­ban el pasillo que había bajo la torre más alta.

Entonces, un súbito movimiento por encima de ellos casi les hizo soltar la jaula. Olvidando que eran invisibles, se en­cogieron en las sombras, contemplando las siluetas oscuras de dos personas que discutían a unos tres metros de ellos. Una lámpara brilló.

La profesora McGonagall, con una bata de tejido esco­cés y una redecilla en el pelo, tenía sujeto a Malfoy por la oreja.

—¡Castigo! —gritaba—. ¡Y veinte puntos menos para Slytherin! Vagando en medio de la noche... ¿Cómo te atreves...?

—Usted no lo entiende, profesora, Harry Potter vendrá. ¡Y con un dragón!

—¡Qué absurda tontería! ¿Cómo te atreves a decir esas mentiras? Vamos, hablaré de ti con el profesor Snape... ¡Va­mos, Malfoy!

Después de aquello, la escalera de caracol hacia la torre más alta les pareció lo más fácil del mundo. Cuando salieron al frío aire de la noche, donde se quitaron la capa, felices de poder respirar bien, Hermione dio una especie de salto.

—¡Malfoy está castigado! ¡Podría ponerme a cantar!

—No lo hagas —la previno Harry.

Riéndose de Malfoy, esperaron, con Norberto moviéndo­se en su jaula. Diez minutos más tarde, cuatro escobas ate­rrizaron en la oscuridad.

Los amigos de Charlie eran muy simpáticos. Enseñaron a Harry y Hermione los arneses que habían preparado para poder suspender a Norberto entre ellos. Todos ayudaron a co­locar a Norberto para que estuviera muy seguro, y luego Harry y Hermione estrecharon las manos de los amigos y les dieron las gracias.

Por fin. Norberto se iba... se iba... se había ido.

Bajaron rápidamente por la escalera de caracol, con los corazones tan libres como sus manos, que ya no llevaban la jaula con Norberto. Sin el dragón, y con Malfoy castigado, ¿qué podía estropear su felicidad?

La respuesta los esperaba al pie de la escalera. Cuando llegaron al pasillo, el rostro de Filch apareció súbitamente en la oscuridad.

—Bien, bien, bien —susurró Harry—. Tenemos pro­blemas.

Habían dejado la capa invisible en la torre.

 

 

El bosque prohibido

 

 

Las cosas no podían haber salido peor.

Filch los llevó al despacho de la profesora McGonagall, en el primer piso, donde se sentaron a esperar; sin decir una palabra. Hermione temblaba. Excusas, disculpas y locas his­torias cruzaban la mente de Harry, cada una más débil que la otra. No podía imaginar cómo se iban a librar del problema aquella vez. Estaban atrapados. ¿Cómo podían haber sido tan estúpidos para olvidar la capa? No había razón en el mundo para que la profesora McGonagall aceptara que ha­bían estado vagando durante la noche, para no mencionar la torre más alta de Astronomía, que estaba prohibida, salvo para las clases. Si añadía a todo eso Norberto y la capa invisi­ble, ya podían empezar a hacer las maletas.

¿Harry pensaba que las cosas no podían estar peor? Es­taba equivocado. Cuando la profesora McGonagall apareció, llevaba a Neville.

—¡Harry! —estalló Neville en cuanto los vio—. Estaba tratando de encontrarte para prevenirte, oí que Malfoy decía que iba a atraparte, dijo que tenías un drag...

Harry negó violentamente con la cabeza, para que Nevi­lle no hablara más, pero la profesora McGonagall lo vio. Lo miró como si echara fuego igual que Norberto y se irguió, amenazadora, sobre los tres.

—Nunca lo habría creído de ninguno de vosotros. El se­ñor Filch dice que estabais en la torre de Astronomía. Es la una de la mañana. Quiero una explicación.

Ésa fue la primera vez que Hermione no pudo contestar a una pregunta de un profesor. Miraba fijamente sus zapati­llas, tan rígida como una estatua.

—Creo que tengo idea de lo que sucedió —dijo la profeso­ra McGonagall—. No hace falta ser un genio para descubrirlo. Te inventaste una historia sobre un dragón para que Draco Malfoy saliera de la cama y se metiera en líos. Te he atrapa­do. Supongo que te habrá parecido divertido que Longbottom oyera la historia y también la creyera, ¿no?

Harry captó la mirada de Neville y trató de decirle, sin palabras, que aquello no era verdad, porque Neville parecía asombrado y herido. Pobre mete-patas Neville, Harry sabía lo que debía de haberle costado buscarlos en la oscuridad, para prevenirlos.

—Estoy disgustada —dijo la profesora McGonagall—. Cuatro alumnos fuera de la cama en una noche. ¡Nunca he oído una cosa así! Tu, Hermione Granger, pensé que tenías más sentido común. Y tú, Harry Potter... Creía que Gryffin­dor significaba más para ti. Los tres sufriréis castigos... Sí, tú también, Longbottom, nada te da derecho a dar vueltas por el colegio durante la noche, en especial en estos días: es muy peligroso y se os descontarán cincuenta puntos de Gryffindor.

—¿Cincuenta? —resopló Harry. Iban a perder el pri­mer puesto, lo que había ganado en el último partido de quidditch.

—Cincuenta puntos cada uno —dijo la profesora McGo­nagall, resoplando a través de su nariz puntiaguda.

—Profesora... por favor...

—Usted, usted no...

—No me digas lo que puedo o no puedo hacer; Harry Pot­ter. Ahora, volved a la cama, todos. Nunca me he sentido tan avergonzada de alumnos de Gryffindor.

Ciento cincuenta puntos perdidos. Eso situaba a Gryffin­dor en el último lugar. En una noche, habían acabado con cualquier posibilidad de que Gryffindor ganara la copa de la casa. Harry sentía como si le retorcieran el estómago. ¿Cómo podrían arreglarlo?

Harry no durmió aquella noche. Podía oír el llanto de Neville, que duró horas. No se le ocurría nada que decir para consolarlo. Sabía que Neville, como él mismo, tenía miedo de que amaneciera. ¿Qué sucedería cuando el resto de los de Gryffindor descubrieran lo que ellos habían hecho?

Al principio, los Gryffindors que pasaban por el gigan­tesco reloj de arena, que informaba de la puntuación de la casa, pensaron que había un error. ¿Cómo iban a tener; súbi­tamente, ciento cincuenta puntos menos que el día anterior? Y luego, se propagó la historia. Harry Potter; el famoso Harry Potter, el héroe de dos partidos de quidditch, les había hecho perder todos esos puntos, él y otros dos estúpidos de primer año.

De ser una de las personas más populares y admiradas del colegio, Harry súbitamente era el más detestado. Hasta los de Ravenclaw y Hufflepuff le giraban la cara, porque todos habían deseado ver a Slytherin perdiendo la copa. Por donde­quiera que Harry pasara, lo señalaban con el dedo y no se molestaban en bajar la voz para insultarlo. Los de Slytherin, por su parte, lo aplaudían y lo vitoreaban, diciendo: «¡Gracias, Potter; te debemos una!».

Sólo Ron lo apoyaba.

—Se olvidarán en unas semanas. Fred y George han perdido puntos muchas veces desde que están aquí y la gente los sigue apreciando.

—Pero nunca perdieron ciento cincuenta puntos de una vez, ¿verdad? —dijo Harry tristemente.

—Bueno... no —admitió Ron.

Era un poco tarde para reparar los daños, pero Harry se juró que, de ahí en adelante, no se metería en cosas que no eran asunto suyo. Todo había sido por andar averiguando y es­piando. Se sentía tan avergonzado que fue a ver a Wood y le ofreció su renuncia.

—¿Renunciar? —exclamó Wood—. ¿Qué ganaríamos con eso? ¿Cómo vamos a recuperar puntos si no podemos jugar al quidditch?

Pero hasta el quidditch había perdido su atractivo. El resto del equipo no le hablaba durante el entrenamiento, y si tenían que hablar de él lo llamaban «el buscador».

Hermione y Neville también sufrían. No pasaban tan­tos malos ratos como Harry porque no eran tan conocidos, pero nadie les hablaba. Hermione había dejado de llamar la atención en clase, y se quedaba con la cabeza baja, trabajan­do en silencio.

Harry casi estaba contento de que se aproximaran los exámenes. Las lecciones que tenía que repasar alejaban sus desgracias de su mente. Él, Ron y Hermione se quedaban juntos, trabajando hasta altas horas de la noche, tratando de recordar los ingredientes de complicadas pociones, apren­diendo de memoria hechizos y encantamientos y repitiendo las fechas de descubrimientos mágicos y rebeliones de los gnomos.

Y entonces, una semana antes de que empezaran los exámenes, las nuevas resoluciones de Harry de no interferir en nada que no le concerniera sufrieron una prueba inespe­rada. Una tarde que salía solo de la biblioteca oyó que alguien gemía en un aula que estaba delante de él. Mientras se acercaba, oyó la voz de Quirrell.

—No... no... otra vez no, por favor...

Parecía que alguien lo estaba amenazando. Harry se acerco.

—Muy bien... muy bien. —Oyó que Quirrell sollozaba.

Al segundo siguiente, Quirrell salió apresuradamente del aula, enderezándose el turbante. Estaba pálido y parecía a punto de llorar. Desapareció de su vista y Harry pensó que ni siquiera lo había visto. Esperó hasta que dejaron de oírse los pasos de Quirrell y entonces inspeccionó el aula. Parecía vacía, pero la puerta del otro extremo estaba entreabierta. Harry estaba a mitad de camino, cuando recordó que se ha­bía prometido no meterse en lo que no le correspondía.

Al mismo tiempo, habría apostado doce Piedras Filoso­fales a que Snape acababa de salir del aula y, por lo que Harry había escuchado, Snape debería estar de mejor humor... Quirrell parecía haberse rendido finalmente.

Harry regresó a la biblioteca, en donde Hermione esta­ba repasándole Astronomía a Ron. Harry les contó lo que había oído.

—¡Entonces Snape lo hizo! —dijo Ron—. Si Quirrell le dijo cómo romper su encantamiento anti-Fuerzas Oscuras...

—Pero todavía queda Fluffy —dijo Hermione.

—Tal vez Snape descubrió cómo pasar ante él sin pre­guntarle a Hagrid —dijo Ron, mirando a los miles de libros que los rodeaban—. Seguro que por aquí hay un libro que dice cómo burlar a un perro gigante de tres cabezas. ¿Qué va­mos a hacer, Harry?

La luz de la aventura brillaba otra vez en los ojos de Ron, pero Hermione respondió antes de que Harry lo hiciera.

—Ir a ver a Dumbledore. Eso es lo que debimos hacer hace tiempo. Si se nos ocurre algo a nosotros solos, con segu­ridad vamos a perder.

—¡Pero no tenemos pruebas! —exclamó Harry—. Qui­rrell está demasiado atemorizado para respaldarnos. Snape sólo tiene que decir que no sabía cómo entró el trol en Ha­lloween y que él no estaba cerca del tercer piso en ese mo­mento. ¿A quién pensáis que van a creer, a él o a nosotros? No es exactamente un secreto que lo detestamos. Dumble­dore creerá que nos lo hemos inventado para hacer que lo echen. Filch no nos ayudaría aunque su vida dependiera de ello, es demasiado amigo de Snape y, mientras más alumnos pueda echar, mejor para él. Y no olvidéis que se supone que no sabemos nada sobre la Piedra o Fluffy. Serían muchas ex­plicaciones.

Hermione pareció convencida, pero Ron no.

—Si investigamos sólo un poco...

—No —dijo Harry en tono terminante—: ya hemos in­vestigado demasiado.

Acercó un mapa de Júpiter a su mesa y comenzó a apren­der los nombres de sus lunas.

 

 

A la mañana siguiente, llegaron notas para Harry, Hermio­ne y Neville, en la mesa del desayuno. Eran todas iguales.

 

Vuestro castigo tendrá lugar a las once de la noche.

El señor Filch os espera en el vestíbulo de entrada.

Prof M. McGonagall

En medio del furor que sentía por los puntos perdidos, Harry había olvidado que todavía les quedaban los castigos. De alguna manera esperaba que Hermione se quejara por te­ner que perder una noche de estudio, pero la muchacha no dijo una palabra. Como Harry, sentía que se merecían lo que les tocara.

A las once de aquella noche, se despidieron de Ron en la sala común y bajaron al vestíbulo de entrada con Neville. Filch ya estaba allí y también Malfoy. Harry también había olvidado que a Malfoy lo habían condenado a un castigo.

—Seguidme —dijo Filch, encendiendo un farol y condu­ciéndolos hacia fuera—. Seguro que os lo pensaréis dos veces antes de faltar a otra regla de la escuela, ¿verdad? —dijo, mi­rándolos con aire burlón—. Oh, sí... trabajo duro y dolor son los mejores maestros, si queréis mi opinión... es una lástima que hayan abandonado los viejos castigos... colgaros de las muñecas, del techo, unos pocos días. Yo todavía tengo las cadenas en mi oficina, las mantengo engrasadas por si alguna vez se necesitan... Bien, allá vamos, y no penséis en escapar, porque será peor para vosotros si lo hacéis.

Marcharon cruzando el oscuro parque. Neville comenzó a respirar con dificultad. Harry se preguntó cuál sería el cas­tigo que les esperaba. Debía de ser algo verdaderamente ho­rrible, o Filch no estaría tan contento.

La luna brillaba, pero las nubes la tapaban, dejándo­los en la oscuridad. Delante, Harry pudo ver las ventanas iluminadas de la cabaña de Hagrid. Entonces oyeron un grito lejano.

—¿Eres tú, Filch? Date prisa, quiero empezar de una vez.

El corazón de Harry se animó: si iban a estar con Hagrid, no podía ser tan malo. Su alivio debió aparecer en su cara, porque Filch dijo:

—Supongo que crees que vas a divertirte con ese papa­natas, ¿no? Bueno, piénsalo mejor, muchacho... es al bosque adonde iréis y mucho me habré equivocado si volvéis todos enteros.

Al oír aquello, Neville dejó escapar un gemido y Malfoy se detuvo de golpe.

—¿El bosque? —repitió, y no parecía tan indiferente como de costumbre—. Hay toda clase de cosas allí... dicen que hay hombres lobo.

Neville se aferró de la manga de la túnica de Harry y dejó escapar un ruido ahogado.

—Eso es problema vuestro, ¿no? —dijo Filch, con voz ra­diante—. Tendríais que haber pensado en los hombres lobo antes de meteros en líos.

Hagrid se acercó hacia ellos, con Fang pegado a los talo­nes. Llevaba una gran ballesta y un carcaj con flechas en la espalda.

—Menos mal —dijo—. Estoy esperando hace media hora. ¿Todo bien, Harry, Hermione?

—Yo no sería tan amistoso con ellos, Hagrid —dijo con frialdad Filch—. Después de todo, están aquí por un castigo.

—Por eso llegáis tarde, ¿no? —dijo Hagrid, mirando con rostro ceñudo a Filch—. ¿Has estado dándoles sermones? Eso no es lo que tienes que hacer. A partir de ahora, me hago cargo yo.

—Volveré al amanecer —dijo Filch— para recoger lo que quede de ellos —añadió con malignidad. Se dio la vuelta y se encaminó hacia el castillo, agitando el farol en la oscuridad.

Entonces Malfoy se volvió hacia Hagrid.

—No iré a ese bosque —dijo, y Harry tuvo el gusto de no­tar miedo en su voz.

—Lo harás, si quieres quedarte en Hogwarts —dijo Hagrid con severidad—. Hicisteis algo mal y ahora lo vais a pagar.

—Pero eso es para los empleados, no para los alumnos. Yo pensé que nos harían escribir unas líneas, o algo así. Si mi padre supiera que hago esto, él...

—Te dirá que es así como se hace en Hogwarts —gruñó Hagrid—. ¡Escribir unas líneas! ¿Y a quién le serviría eso? Ha­réis algo que sea útil, o si no os iréis. Si crees que tu padre prefiere que te expulsen, entonces vuelve al castillo y coge tus cosas. ¡Vete!

Malfoy no se movió. Miró con ira a Hagrid, pero luego bajó la mirada.

—Bien, entonces —dijo Hagrid—. Escuchad con cuida­do, porque lo que vamos a hacer esta noche es peligroso y no quiero que ninguno se arriesgue. Seguidme por aquí, un mo­mento.

Los condujo hasta el límite del bosque. Levantando su farol, señaló hacia un estrecho sendero de tierra, que desapa­recía entre los espesos árboles negros. Una suave brisa les le­vantó el cabello, mientras miraban en dirección al bosque.

—Mirad allí —dijo Hagrid—. ¿Veis eso que brilla en la tierra? ¿Eso plateado? Es sangre de unicornio. Hay por aquí un unicornio que ha sido malherido por alguien. Es la segun­da vez en una semana. Encontré uno muerto el último miér­coles. Vamos a tratar de encontrar a ese pobrecito herido. Tal vez tengamos que evitar que siga sufriendo.

—¿Y qué sucede si el que hirió al unicornio nos encuen­tra a nosotros primero? —dijo Malfoy, incapaz de ocultar el miedo de su voz.

—No hay ningún ser en el bosque que os pueda herir si estáis conmigo o con Fang —dijo Hagrid—. Y seguid el sen­dero. Ahora vamos a dividirnos en dos equipos y seguiremos la huella en distintas direcciones. Hay sangre por todo el lu­gar, debieron herirlo ayer por la noche, por lo menos.

—Yo quiero ir con Fang —dijo rápidamente Malfoy, mi­rando los largos colmillos del perro.

—Muy bien, pero te informo de que es un cobarde —dijo Hagrid—. Entonces yo, Harry y Hermione iremos por un lado y Draco, Neville y Fang, por el otro. Si alguno encuentra al unicornio, debe enviar chispas verdes, ¿de acuerdo? Sacad vuestras varitas y practicad ahora... está bien... Y si alguno tiene problemas, las chispas serán rojas y nos reuniremos to­dos... así que tened cuidado... en marcha.

El bosque estaba oscuro y silencioso. Después de andar un poco, vieron que el sendero se bifurcaba. Harry, Hermione y Hagrid fueron hacia la izquierda y Malfoy, Neville y Fang se dirigieron a la derecha.

Anduvieron en silencio, con la vista clavada en el suelo. De vez en cuando, un rayo de luna a través de las ramas ilu­minaba una mancha de sangre azul plateada entre las hojas caídas.

Harry vio que Hagrid parecía muy preocupado.

—¿Podría ser un hombre lobo el que mata los unicor­nios? —preguntó Harry

—No son bastante rápidos —dijo Hagrid—. No es tan fá­cil cazar un unicornio, son criaturas poderosamente mági­cas. Nunca había oído que hubieran hecho daño a ninguno.

Pasaron por un tocón con musgo. Harry podía oír el agua que corría: debía de haber un arroyo cerca. Todavía había manchas de sangre de unicornio en el serpenteante sendero.

—¿Estás bien, Hermione? —susurró Hagrid—. No te preocupes, no puede estar muy lejos si está tan malherido, y entonces podremos... ¡PONEOS DETRÁS DE ESE ÁRBOL!

Hagrid cogió a Harry y Hermione y los arrastró fuera del sendero, detrás de un grueso roble. Sacó una flecha, la puso en su ballesta y la levantó, lista para disparar. Los tres escu­charon. Alguien se deslizaba sobre las hojas secas. Parecía como una capa que se arrastrara por el suelo. Hagrid miraba hacia el sendero oscuro pero, después de unos pocos segun­dos, el sonido se alejó.

—Lo sabía —murmuró—. Aquí hay alguien que no debe­ría estar.

—¿Un hombre lobo? —sugirió Harry.

—Eso no era un hombre lobo, ni tampoco un unicornio —dijo Hagrid con gesto sombrío—. Bien, seguidme, pero te­ned cuidado.

Anduvieron más lentamente, atentos a cualquier ruido. De pronto, en un claro un poco más adelante, algo se movió visiblemente.

—¿Quién está ahí? —gritó Hagrid—. ¡Déjese ver... estoy armado!

Y apareció en el claro... ¿era un hombre o un caballo? De la cintura para arriba, un hombre, con pelo y barba rojizos, pero por debajo, el cuerpo de pelaje zaino de un caballo, con una cola larga y rojiza. Harry y Hermione se quedaron bo­quiabiertos.

—Oh, eres tú, Ronan —dijo aliviado Hagrid—. ¿Cómo estás?

Se acercó y estrechó la mano del centauro.

—Que tengas buenas noches, Hagrid —dijo Ronan. Te­nía una voz profunda y acongojada—. ¿Ibas a dispararme?

—Nunca se es demasiado cuidadoso —dijo Hagrid, to­cando su ballesta—. Hay alguien muy malvado, perdido en este bosque. Ah, éste es Harry Potter y ella es Hermione Granger. Ambos son alumnos del colegio. Y él es Ronan. Es un centauro.

—Nos hemos dado cuenta —dijo débilmente Hermione.

—Buenas noches —los saludó Ronan—. ¿Estudiantes, no? ¿Y aprendéis mucho en el colegio?

—Eh...

—Un poquito —dijo con timidez Hermione.

—Un poquito. Bueno, eso es algo. —Ronan suspiró. Tor­ció la cabeza y miró hacia el cielo—. Esta noche, Marte está brillante.

—Ajá —dijo Hagrid, lanzándole una mirada—. Escucha, me alegro de haberte encontrado, Ronan, porque hay un uni­cornio herido. ¿Has visto algo?

Ronan no respondió de inmediato. Se quedó con la mira­da clavada en el cielo, sin pestañear, y suspiró otra vez.

—Siempre los inocentes son las primeras víctimas —dijo—. Ha sido así durante los siglos pasados y lo es ahora.

—Sí —dijo Hagrid—. Pero ¿has visto algo, Ronan? ¿Algo desacostumbrado?

—Marte brilla mucho esta noche —repitió Ronan, mien­tras Hagrid lo miraba con impaciencia—. Está inusualmente brillante.

—Sí, claro, pero yo me refería a algo inusual que esté un poco más cerca de nosotros —dijo Hagrid—. Entonces ¿no has visto nada extraño?

Otra vez, Ronan se tomó su tiempo para contestar. Has­ta que, finalmente, dijo:

—El bosque esconde muchos secretos.

Un movimiento en los árboles detrás de Ronan hizo que Hagrid levantara de nuevo su ballesta, pero era sólo un se­gundo centauro, de cabello y cuerpo negro y con aspecto más salvaje que Ronan.

—Hola, Bane —saludó Hagrid—. ¿Qué tal?

—Buenas noches, Hagrid, espero que estés bien.

—Sí, gracias. Mira, le estaba preguntando a Ronan si había visto algo extraño últimamente. Han herido a un uni­cornio. ¿Sabes algo sobre eso?

Bane se acercó a Ronan. Miró hacia el cielo.

—Esta noche Marte brilla mucho —dijo simplemente.

—Eso dicen —dijo Hagrid de malhumor—. Bueno, si al­guno ve algo, me avisáis, ¿de acuerdo? Bueno, nosotros nos vamos.

Harry y Hermione lo siguieron, saliendo del claro y mi­rando por encima del hombro a Ronan y Bane, hasta que los árboles los taparon.

—Nunca —dijo irritado Hagrid— tratéis de obtener una respuesta directa de un centauro. Son unos malditos astrólo­gos. No se interesan por nada más cercano que la luna.

—¿Y hay muchos de ellos aquí? —preguntó Hermione.

—Oh, unos pocos más... Se mantienen apartados la ma­yor parte del tiempo, pero siempre aparecen si quiero hablar con ellos. Los centauros tienen una mente profunda... saben cosas... pero no dicen mucho.

—¿Crees que era un centauro el que oímos antes? —dijo Harry.

—¿Te pareció que era ruido de cascos? No, en mi opinión, eso era lo que está matando a los unicornios... Nunca he oído algo así.

Pasaron a través de los árboles oscuros y tupidos. Harry seguía mirando por encima de su hombro, con nerviosismo. Tenía la desagradable sensación de que los vigilaban. Estaba muy contento de que Hagrid y su ballesta fueran con ellos. Acababan de pasar una curva en el sendero cuando Hermio­ne se aferró al brazo de Hagrid.

—¡Hagrid! ¡Mira! ¡Chispas rojas, los otros tienen pro­blemas!

—¡Vosotros esperad aquí! —gritó Hagrid—. ¡Quedaos en el sendero, volveré a buscaros!

Lo oyeron alejarse y se miraron uno al otro, muy asusta­dos, hasta que ya no oyeron más que las hojas que se movían alrededor.

—¿Crees que les habrá pasado algo? —susurró Hermione.

—No me importará si le ha pasado algo a Malfoy, pero si le sucede algo a Neville... está aquí por nuestra culpa.

Los minutos pasaban lentamente. Les parecía que sus oídos eran más agudos que nunca. Harry detectaba cada rá­faga de viento, cada ramita que se rompía. ¿Qué estaba suce­diendo? ¿Dónde estaban los otros?

Por fin, un ruido de pisadas crujientes les anunció el regreso de Hagrid. Malfoy, Neville y Fang estaban con él. Ha­grid estaba furioso. Malfoy se había escondido detrás de Neville y, en broma, lo había cogido. Neville se aterró y envió las chispas.

—Vamos a necesitar mucha suerte para encontrar algo, después del alboroto que habéis hecho. Bueno, ahora voy a cambiar los grupos... Neville, tú te quedas conmigo y Her­mione. Harry, tú vas con Fang y este idiota. Lo siento —aña­dió en un susurro dirigiéndose a Harry— pero a él le va a costar mucho asustarte y tenemos que terminar con esto.

Así que Harry se internó en el corazón del bosque, con Malfoy y Fang. Anduvieron cerca de media hora, internándose cada vez más profundamente, hasta que el sendero se volvió casi imposible de seguir, porque los árboles eran muy grue­sos. Harry pensó que la sangre también parecía más espesa.

Había manchas en las raíces de los árboles, como si la pobre criatura se hubiera arrastrado en su dolor. Harry pudo ver un claro, más adelante, a través de las enmarañadas ramas de un viejo roble.

—Mira... —murmuró, levantando un brazo para detener a Malfoy

Algo de un blanco brillante relucía en la tierra. Se acer­caron más.

Sí, era el unicornio y estaba muerto. Harry nunca había visto nada tan hermoso y tan triste. Sus largas patas delga­das estaban dobladas en ángulos extraños por su caída y su melena color blanco perla se desparramaba sobre las hojas oscuras.

Harry había dado un paso hacia el unicornio, cuando un sonido de algo que se deslizaba lo hizo congelarse en donde estaba. Un arbusto que estaba en el borde del claro se agitó... Entonces, de entre las sombras, una figura encapuchada se acercó gateando, como una bestia al acecho. Harry, Malfoy y Fang permanecieron paralizados. La figura encapuchada llegó hasta el unicornio, bajó la cabeza sobre la herida del animal y comenzó a beber su sangre.

¡AAAAAAAAAAAAAH!

Malfoy dejó escapar un terrible grito y huyó... lo mismo que Fang. La figura encapuchada levantó la cabeza y miró directamente a Harry. La sangre del unicornio le chorreaba por el pecho. Se puso de pie y se acercó rápidamente hacia él... Harry estaba paralizado de miedo.

Entonces, un dolor le perforó la cabeza, algo que nunca había sentido, como si la cicatriz estuviera incendiándose. Casi sin poder ver, retrocedió. Oyó cascos galopando a sus es­paldas, y algo saltó limpiamente y atacó a la figura.

El dolor de cabeza era tan fuerte que Harry cayó de rodi­llas. Pasaron unos minutos antes de que se calmara. Cuando levantó la vista, la figura se había ido. Un centauro estaba ante él. No era ni Ronan ni Bane: éste parecía más joven, te­nía cabello rubio muy claro, cuerpo pardo y cola blanca.

—¿Estás bien? —dijo el centauro, ayudándolo a ponerse de pie.

—Sí... gracias... ¿qué ha sido eso?

El centauro no contestó. Tenía ojos asombrosamente azules, como pálidos zafiros. Observó a Harry con cuidado, fi­jando la mirada en la cicatriz que se veía amoratada en la frente de Harry.

—Tú eres el chico Potter —dijo—. Es mejor que regreses con Hagrid. El bosque no es seguro en esta época en especial para ti. ¿Puedes cabalgar? Así será más rápido... Mi nombre es Firenze —añadió, mientras bajaba sus patas de­lanteras, para que Harry pudiera montar en su lomo.

Del otro lado del claro llegó un súbito ruido de cascos al galope. Ronan y Bane aparecieron velozmente entre los ár­boles, resoplando y con los flancos sudados.

—¡Firenze! —rugió Bane—. ¿Qué estás haciendo? Tie­nes un humano sobre el lomo! ¿No te da vergüenza? ¿Es que eres una mula ordinaria?

—¿Te das cuenta de quién es? —dijo Firenze—. Es el chi­co Potter. Mientras más rápido se vaya del bosque, mejor.

—¿Qué le has estado diciendo? —gruñó Bane—. Recuer­da, Firenze, juramos no oponernos a los cielos. ¿No has leído en el movimiento de los planetas lo que sucederá?

Ronan dio una patada en el suelo con nerviosismo.

—Estoy seguro de que Firenze pensó que estaba obran­do lo mejor posible —dijo, con voz sombría.

También Bane dio una patada, enfadado.

—¡Lo mejor posible! ¿Qué tiene eso que ver con nosotros? ¡Los centauros debemos ocuparnos de lo que está vaticinado! ¡No es asunto nuestro el andar como burros buscando huma­nos extraviados en nuestro bosque!

De pronto, Firenze levantó las patas con furia y Harry tuvo que aferrarse para no caer.

—¿No has visto ese unicornio? —preguntó Firenze a Bane—. ¿No comprendes por qué lo mataron? ¿O los plane­tas no te han dejado saber ese secreto? Yo me lanzaré contra el que está al acecho en este bosque, con humanos sobre mi lomo si tengo que hacerlo.

Y Firenze partió rápidamente, con Harry sujetándose lo mejor que podía, y dejó atrás a Ronan y Bane, que se interna­ron entre los árboles.

Harry no entendía lo sucedido.

—¿Por qué Bane está tan enfadado? —preguntó—. Y a pro­pósito, ¿qué era esa cosa de la que me salvaste?

Firenze redujo el paso y previno a Harry que tuviera la cabeza agachada, a causa de las ramas, pero no contestó. Siguieron andando entre los árboles y en silencio, durante tan­to tiempo que Harry creyó que Firenze no volvería a hablar­le. Sin embargo, cuando llegaron a un lugar particularmente tupido, Firenze se detuvo.

—Harry Potter, ¿sabes para qué se utiliza la sangre de unicornio?

—No —dijo Harry, asombrado por la extraña pregun­ta—. En la clase de Pociones solamente utilizamos los cuer­nos y el pelo de la cola de unicornio.

—Eso es porque matar un unicornio es algo monstruoso —dijo Firenze—. Sólo alguien que no tenga nada que perder y todo para ganar puede cometer semejante crimen. La san­gre de unicornio te mantiene con vida, incluso si estás al bor­de de la muerte, pero a un precio terrible. Si uno mata algo puro e indefenso para salvarse a sí mismo, conseguirá media vida, una vida maldita, desde el momento en que la sangre toque sus labios.

Harry clavó la mirada en la nuca de Firenze, que parecía de plata a la luz de la luna.

—Pero ¿quién estaría tan desesperado? —se preguntó en voz alta—. Si te van a maldecir para siempre, la muerte es mejor, ¿no?

—Es así —dijo Firenze— a menos que lo único que nece­sites sea mantenerte vivo el tiempo suficiente para beber algo más, algo que te devuelva toda tu fuerza y poder, algo que haga que nunca mueras. ¿Harry Potter, sabes qué está escondido en el colegio en este preciso momento?

—¡La Piedra Filosofal! ¡Por supuesto... el Elixir de Vida! Pero no entiendo quién...

—¿No puedes pensar en nadie que haya esperado mu­chos años para regresar al poder, que esté aferrado a la vida, esperando su oportunidad?

Fue como si un puño de hierro cayera súbitamente sobre la cabeza de Harry. Por encima del ruido del follaje, le pare­ció oír una vez más lo que Hagrid le había dicho la noche en que se conocieron: «Algunos dicen que murió. En mi opinión, son tonterías. No creo que le quede lo suficiente de humano como para morir».

—¿Quieres decir —dijo con voz ronca Harry— que era Vol...?

—¡Harry! Harry, ¿estás bien?

Hermione corría hacia ellos por el sendero, con Hagrid resoplando detrás.

—Estoy bien —dijo Harry, casi sin saber lo que con­testaba—. El unicornio está muerto, Hagrid, está en ese cla­ro de atrás.

—Aquí es donde te dejo —murmuró Firenze, mientras Hagrid corría a examinar al unicornio—. Ya estás a salvo.

Harry se deslizó de su lomo.

—Buena suerte, Harry Potter —dijo Firenze—. Los pla­netas ya se han leído antes equivocadamente, hasta por cen­tauros. Espero que ésta sea una de esas veces.

Se volvió y se internó en lo más profundo del bosque, de­jando a Harry temblando.

 

 

Ron se había quedado dormido en la oscuridad de la sala co­mún, esperando a que volvieran. Cuando Harry lo sacudió para despertarlo, gritó algo sobre una falta en quidditch. Sin embargo, en unos segundos estaba con los ojos muy abiertos, mientras Harry les contaba, a él y a Hermione, lo que había sucedido en el bosque.

Harry no podía sentarse. Se paseaba de un lado al otro, ante la chimenea. Todavía temblaba.

—Snape quiere la piedra para Voldemort... y Voldemort está esperando en el bosque... ¡Y todo el tiempo pensábamos que Snape sólo quería ser rico!

—¡Deja de decir el nombre! —dijo Ron, en un aterroriza­do susurro, como si pensara que Voldemort pudiera oírlos.

Harry no lo escuchó.

—Firenze me salvó, pero no debía haberlo hecho... Bane estaba furioso... Hablaba de interferir en lo que los planetas dicen que sucederá... Deben decir que Voldemort ha vuelto... Bane piensa que Firenze debió dejar que Voldemort me ma­tara. Supongo que eso también está escrito en las estrellas.

—¿Quieres dejar de repetir el nombre? —dijo Ron.

—Así que lo único que tengo que hacer es esperar que Snape robe la Piedra —continuó febrilmente Harry—.. En­tonces Voldemort podrá venir y terminar conmigo... Bueno, supongo que Bane estará contento.

Hermione parecía muy asustada, pero tuvo una palabra de consuelo.

—Harry, todos dicen que Dumbledore es al único al que Quien-tú-sabes siempre ha temido. Con Dumbledore por aquí, Quien-tú-sabes no te tocará. De todos modos, ¿quién puede decir que los centauros tienen razón? A mí me parecen adivinos y la profesora McGonagall dice que ésa es una rama de la magia muy inexacta.

El cielo ya estaba claro cuando terminaron de hablar. Se fueron a la cama agotados, con las gargantas secas. Pero las sorpresas de aquella noche no habían terminado.

Cuando Harry abrió la cama encontró su capa invisible, cuidadosamente doblada. Tenía sujeta una nota:

 

Por las dudas.

 

 



Ïðîñìîòðîâ 504

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