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El viaje desde el andén nueve y tres cuartos 8 ÷àñòü



Después de un té con bocadillos de pavo, buñuelos, bizcocho borracho y pastel de Navidad, todos se sintieron tan hartos y soñolientos que no podían hacer otra cosa que irse a la cama; no obstante, permanecieron sentados y ob­servaron a Percy, que perseguía a Fred y George por toda la torre Gryffindor porque le habían robado su insignia de prefecto.

Fue el mejor día de Navidad de Harry. Sin embargo, algo daba vueltas en un rincón de su mente. En cuanto se metió en la cama, pudo pensar libremente en ello: la capa invisible y quién se la había enviado.

Ron, ahíto de pavo y pastel y sin ningún misterio que lo preocupara, se quedó dormido en cuanto corrió las cortinas de su cama. Harry se inclinó a un lado de la cama y sacó la capa.

De su padre... Aquello había sido de su padre. Dejó que el género corriera por sus manos, más suave que la seda, ligero como el aire. «Utilízalo bien», decía la nota.

Tenía que probarla. Se deslizó fuera de la cama y se en­volvió en la capa. Miró hacia abajo y vio sólo la luz de la luna y las sombras. Era una sensación muy curiosa.

«Utilízalo bien.»

De pronto, Harry se sintió muy despierto. Con aquella capa, todo Hogwarts estaba abierto para él. Mientras estaba allí, en la oscuridad y el silencio, la excitación se apoderó de él. Podía ir a cualquier lado con ella, a cualquier lado, y Filch nunca lo sabría.

Ron gruñó entre sueños. ¿Debía despertarlo? Algo lo de­tuvo. La capa de su padre... Sintió que aquella vez (la prime­ra vez) quería utilizarla solo.

Salió cautelosamente del dormitorio, bajó la escalera, cruzó la sala común y pasó por el agujero del retrato.

—¿Quién está ahí? —chilló la Dama Gorda. Harry no dijo nada. Anduvo rápidamente por el pasillo.

¿Adónde iría? De pronto se detuvo, con el corazón palpi­tante, y pensó. Y entonces lo supo. La Sección Prohibida de la biblioteca. Iba a poder leer todo lo que quisiera, para descu­brir quién era Flamel. Se ajustó la capa y se dirigió hacia allí.

La biblioteca estaba oscura y fantasmal. Harry encendió una lámpara para ver la fila de libros. La lámpara parecía flotar sola en el aire y hasta el mismo Harry, que sentía su brazo llevándola, tenía miedo.

La Sección Prohibida estaba justo en el fondo de la bi­blioteca. Pasando con cuidado sobre la soga que separaba aquellos libros de los demás, Harry levantó la lámpara para leer los títulos.

No le decían mucho. Las letras doradas formaban pala­bras en lenguajes que Harry no conocía. Algunos no tenían títulos. Un libro tenía una mancha negra que parecía sangre. A Harry se le erizaron los pelos de la nuca. Tal vez se lo esta­ba imaginando, tal vez no, pero le pareció que un murmullo salía de los libros, como si supieran que había alguien que no debía estar allí.

Tenía que empezar por algún lado. Dejó la lámpara con cuidado en el suelo y miró en una estantería buscando un li­bro de aspecto interesante. Le llamó la atención un volumen grande, negro y plateado. Lo sacó con dificultad, porque era muy pesado y, balanceándolo sobre sus rodillas, lo abrió.

Un grito desgarrador; espantoso, cortó el silencio... ¡El li­bro gritaba! Harry lo cerró de golpe, pero el aullido continua­ba, en una nota aguda, ininterrumpida. Retrocedió y chocó con la lámpara, que se apagó de inmediato. Aterrado, oyó pa­sos que se acercaban por el pasillo, metió el volumen en el es­tante y salió corriendo. Pasó al lado de Filch casi en la puer­ta, y los ojos del celador; muy abiertos, miraron a través de Harry. El chico se agachó, pasó por debajo del brazo de Filch y siguió por el pasillo, con los aullidos del libro resonando en sus oídos.

Se detuvo de pronto frente a unas armaduras. Había es­tado tan ocupado en escapar de la biblioteca que no había prestado atención al camino. Tal vez era porque estaba oscu­ro, pero no reconoció el lugar donde estaba. Había armadu­ras cerca de la cocina, eso lo sabía, pero debía de estar cinco pisos más arriba.

—Usted me pidió que le avisara directamente, profesor, si alguien andaba dando vueltas durante la noche, y alguien estuvo en la biblioteca, en la Sección Prohibida.

Harry sintió que se le iba la sangre de la cara. Filch de­bía de conocer un atajo para llegar a donde él estaba, porque el murmullo de su voz se acercaba cada vez más y, para su ho­rror, el que le contestaba era Snape.

—¿La Sección Prohibida? Bueno, no pueden estar lejos, ya los atraparemos.

Harry se quedó petrificado, mientras Filch y Snape se acercaban. No podían verlo, por supuesto, pero el pasillo era estrecho y, si se acercaban mucho, iban a chocar contra él. La capa no ocultaba su materialidad.

Retrocedió lo más silenciosamente que pudo. A la iz­quierda había una puerta entreabierta. Era su única espe­ranza. Se deslizó, conteniendo la respiración y tratando de no hacer ruido. Para su alivio, entró en la habitación sin que lo notaran. Pasaron por delante de él y Harry se apoyó con­tra la pared, respirando profundamente, mientras escucha­ba los pasos que se alejaban. Habían estado cerca, muy cerca. Transcurrieron unos pocos segundos antes de que se fijara en la habitación que lo había ocultado.

Parecía un aula en desuso. Las sombras de sillas y pupi­tres amontonados contra las paredes, una papelera inverti­da y apoyada contra la pared de enfrente... Había algo que parecía no pertenecer allí, como si lo hubieran dejado para quitarlo de en medio.

Era un espejo magnífico, alto hasta el techo, con un mar­co dorado muy trabajado, apoyado en unos soportes que eran como garras. Tenía una inscripción grabada en la parte supe­rior: Oesed lenoz aro cut edon isara cut se onotse.

Ya no oía ni a Filch ni a Snape, y Harry no tenía tanto miedo. Se acercó al espejo, deseando mirar para no encontrar su imagen reflejada. Se detuvo frente a él.

Tuvo que llevarse las manos a la boca para no gritar. Giró en redondo. El corazón le latía más furiosamente que cuando el libro había gritado... Porque no sólo se había visto en el espejo, sino que había mucha gente detrás de él.

Pero la habitación estaba vacía. Respirando agitadamente, volvió a mirar el espejo.

Allí estaba él, reflejado, blanco y con mirada de miedo y allí, reflejados detrás de él, había al menos otros diez. Harry miró por encima del hombro, pero no había nadie allí. ¿O también eran todos invisibles? ¿Estaba en una habitación llena de gente invisible y la trampa del espejo era que los re­flejaba, invisibles o no?

Miró otra vez al espejo. Una mujer, justo detrás de su re­flejo, le sonreía y agitaba la mano. Harry levantó una mano y sintió el aire que pasaba. Si ella estaba realmente allí, de­bía de poder tocarla, sus reflejos estaban tan cerca... Pero sólo sintió aire: ella y los otros existían sólo en el espejo.

Era una mujer muy guapa. Tenía el cabello rojo oscuro y sus ojos... «Sus ojos son como los míos», pensó Harry, acer­cándose un poco más al espejo. Verde brillante, exactamente la misma forma, pero entonces notó que ella estaba llorando, sonriendo y llorando al mismo tiempo. El hombre alto, delga­do y de pelo negro que estaba al lado de ella le pasó el brazo por los hombros. Llevaba gafas y el pelo muy desordenado. Y se le ponía tieso en la nuca, igual que a Harry.

Harry estaba tan cerca del espejo que su nariz casi toca­ba su reflejo.

—¿Mamá? —susurró—. ¿Papá?

Entonces lo miraron, sonriendo. Y lentamente, Harry fue observando los rostros de las otras personas, y vio otro par de ojos verdes como los suyos, otras narices como la suya, incluso un hombre pequeño que parecía tener las mismas ro­dillas nudosas de Harry. Estaba mirando a su familia por primera vez en su vida.

Los Potter sonrieron y agitaron las manos, y Harry per­maneció mirándolos anhelante, con las manos apretadas contra el espejo, como si esperara poder pasar al otro lado y alcanzarlos. En su interior sentía un poderoso dolor, mitad alegría y mitad tristeza terrible.

No supo cuánto tiempo estuvo allí. Los reflejos no se des­vanecían y Harry miraba y miraba, hasta que un ruido leja­no lo hizo volver a la realidad. No podía quedarse allí, tenía que encontrar el camino hacia el dormitorio. Apartó los ojos de los de su madre y susurró: «Volveré». Salió apresurada­mente de la habitación.

 

 

—Podías haberme despertado —dijo malhumorado Ron.

—Puedes venir esta noche. Yo voy a volver; quiero ense­ñarte el espejo.

—Me gustaría ver a tu madre y a tu padre —dijo Ron con interés.

—Y yo quiero ver a toda tu familia, todos los Weasley. Po­drás enseñarme a tus otros hermanos y a todos.

—Puedes verlos cuando quieras —dijo Ron—. Ven a mi casa este verano. De todos modos, a lo mejor sólo muestra gente muerta. Pero qué lástima que no encontraste a Flamel. ¿No quieres tocino o alguna otra cosa? ¿Por qué no comes nada?

Harry no podía comer. Había visto a sus padres y los ve­ría otra vez aquella noche. Casi se había olvidado de Flamel. Ya no le parecía tan importante. ¿A quién le importaba lo que custodiaba el perro de tres cabezas? ¿Y qué más daba si Sna­pe lo robaba?

—¿Estás bien? —preguntó Ron—. Te veo raro.

 

 

Lo que Harry más temía era no poder encontrar la habita­ción del espejo. Aquella noche, con Ron también cubierto por la capa, tuvieron que andar con más lentitud. Trataron de repetir el camino de Harry desde la biblioteca, vagando por oscuros pasillos durante casi una hora.

—Estoy congelado —se quejó Ron—. Olvidemos esto y volvamos.

—¡No! —susurró Harry—. Sé que está por aquí.

Pasaron al lado del fantasma de una bruja alta, que se deslizaba en dirección opuesta, pero no vieron a nadie más.

Justo cuando Ron se quejaba de que tenía los pies helados, Harry divisó la pareja de armaduras.

—Es allí... justo allí... ¡sí!

Abrieron la puerta. Harry dejó caer la capa de sus hom­bros y corrió al espejo.

Allí estaban. Su madre y su padre sonrieron felices al verlo.

—¿Ves? —murmuró Harry.

—No puedo ver nada.

—¡Mira! Míralos a todos... Son muchos...

—Sólo puedo verte a ti.

—Pero mira bien, vamos, ponte donde estoy yo.

Harry dio un paso a un lado, pero con Ron frente al espe­jo ya no podía ver a su familia, sólo a Ron con su pijama de colores.

Sin embargo, Ron parecía fascinado con su imagen.

—¡Mírame! —dijo.

—¿Puedes ver a toda tu familia contigo?

—No... estoy solo... pero soy diferente... mayor... ¡y soy delegado!

—¿Cómo?

—Tengo... tengo un distintivo como el de Bill y estoy le­vantando la copa de la casa y la copa de quidditch... ¡Y tam­bién soy capitán de quidditch!

Ron apartó los ojos de aquella espléndida visión y miró excitado a Harry.

—¿Crees que este espejo muestra el futuro?

—¿Cómo puede ser? Si toda mi familia está muerta... déjame mirar de nuevo...

—Lo has tenido toda la noche, déjame un ratito más.

—Pero si estás sosteniendo la copa de quidditch, ¿qué tiene eso de interesante? Quiero ver a mis padres.

—No me empujes.

Un súbito ruido en el pasillo puso fin a la discusión. No se habían dado cuenta de que hablaban en voz alta.

—¡Rápido!

Ron tiró la capa sobre ellos justo cuando los luminosos ojos de la Señora Norris aparecieron en la puerta. Ron y Harry permanecieron inmóviles, los dos pensando lo mismo: ¿la capa funcionaba con los gatos? Después de lo que pareció una eternidad, la gata dio la vuelta y se marchó.

—No estamos seguros... Puede haber ido a buscar a Filch, seguro que nos ha oído. Vamos.

Y Ron empujó a Harry para que salieran de la habita­ción.

 

 

La nieve todavía no se había derretido a la mañana si­guiente.

—¿Quieres jugar al ajedrez, Harry? —preguntó Ron.

—No.

—¿Por qué no vamos a visitar a Hagrid?

—No... ve tú...

—Sé en qué estás pensando, Harry, en ese espejo. No vuelvas esta noche.

—¿Por qué no?

—No lo sé. Pero tengo un mal presentimiento y, de todos modos, ya has tenido muchos encuentros. Filch, Snape y la Señora Norris andan vigilando por ahí ¿Qué importa si no te ven? ¿Y si tropiezan contigo? ¿Y si chocas con algo?

—Pareces Hermione.

—Te lo digo en serio, Harry, no vayas

Pero Harry sólo tenía un pensamiento en su mente, vol­ver a mirar en el espejo. Y Ron no lo detendría.

 

 

La tercera noche encontró el camino más rápidamente que las veces anteriores. Andaba más rápido de lo que habría sido prudente, porque sabía que estaba haciendo ruido, pero no se encontró con nadie.

Y allí estaban su madre y su padre, sonriéndole otra vez, y uno de sus abuelos lo saludaba muy contento. Harry se dejó caer al suelo para sentarse frente al espejo. Nadie iba a im­pedir que pasara la noche con su familia. Nadie.

Excepto...

—Entonces de vuelta otra vez, ¿no, Harry?

Harry sintió como si se le helaran las entrañas. Miró para atrás. Sentado en un pupitre, contra la pared, estaba nada menos que Albus Dumbledore. Harry debió de haber pasado justo por su lado, y estaba tan desesperado por llegar hasta el espejo que no había notado su presencia.

—No... no lo había visto, señor.

—Es curioso lo miope que se puede volver uno al ser invi­sible —dijo Dumbledore, y Harry se sintió aliviado al ver que le sonreía—. Entonces —continuó Dumbledore, bajando del pupitre para sentarse en el suelo con Harry—, tú, como cien­tos antes que tú, has descubierto las delicias del espejo de Oesed.

—No sabía que se llamaba así, señor.

—Pero espero que te habrás dado cuenta de lo que hace, ¿no?

—Bueno... me mostró a mi familia y...

—Y a tu amigo Ron lo reflejó como capitán.

—¿Cómo lo sabe...?

—No necesito una capa para ser invisible —dijo amable­mente Dumbledore—. Y ahora ¿puedes pensar qué es lo que nos muestra el espejo de Oesed a todos nosotros?

Harry negó con la cabeza.

—Déjame explicarte. El hombre más feliz de la tierra puede utilizar el espejo de Oesed como un espejo normal, es decir, se mirará y se verá exactamente como es. ¿Eso te ayuda?

Harry pensó. Luego dijo lentamente:

—Nos muestra lo que queremos... lo que sea que que­ramos...

—Sí y no —dijo con calma Dumbledore—. Nos muestra ni más ni menos que el más profundo y desesperado deseo de nuestro corazón. Para ti, que nunca conociste a tu familia, verlos rodeándote. Ronald Weasley, que siempre ha sido so­brepasado por sus hermanos, se ve solo y el mejor de todos ellos. Sin embargo, este espejo no nos dará conocimiento o verdad. Hay hombres que se han consumido ante esto, fasci­nados por lo que han visto. O han enloquecido, al no saber si lo que muestra es real o siquiera posible.

Continuó:

—El espejo será llevado a una nueva casa mañana, Harry, y te pido que no lo busques otra vez. Y si alguna vez te cruzas con él, deberás estar preparado. No es bueno dejarse arrastrar por los sueños y olvidarse de vivir, recuérdalo. Aho­ra ¿por que no te pones de nuevo esa magnífica capa y te vas a la cama?

Harry se puso de pie.

—Señor... profesor Dumbledore... ¿Puedo preguntarle algo?

—Es evidente que ya lo has hecho —sonrió Dumbledo­re—. Sin embargo, puedes hacerme una pregunta más.

—¿Qué es lo que ve, cuando se mira en el espejo?

—¿Yo? Me veo sosteniendo un par de gruesos calcetines de lana.

Harry lo miró asombrado.

—Uno nunca tiene suficientes calcetines —explicó Dum­bledore—. Ha pasado otra Navidad y no me han regalado ni un solo par. La gente sigue insistiendo en regalarme libros.

En cuanto Harry estuvo de nuevo en su cama, se le ocu­rrió pensar que tal vez Dumbledore no había sido sincero. Pero es que, pensó mientras sacaba a Scabbers de su almo­hada, había sido una pregunta muy personal.

 

 

Nicolás Flamel

 

 

Dumbledore había convencido a Harry de que no buscara otra vez el espejo de Oesed, y durante el resto de las vacacio­nes de Navidad la capa invisible permaneció doblada en el fondo de su baúl. Harry deseaba poder olvidar lo que había visto en el espejo, pero no pudo. Comenzó a tener pesadillas. Una y otra vez, soñaba que sus padres desaparecían en un rayo de luz verde, mientras una voz aguda se reía.

—¿Te das cuenta? Dumbledore tenía razón. Ese espejo te puede volver loco —dijo Ron, cuando Harry le contó sus sueños.

Hermione, que volvió el día anterior al comienzo de las clases, consideró las cosas de otra manera. Estaba dividida entre el horror de la idea de Harry vagando por el colegio tres noches seguidas («¡Si Filch te hubiera atrapado!») y desilu­sionada porque finalmente no hubieran descubierto quién era Nicolás Flamel.

Ya casi habían abandonado la esperanza de descubrir a Flamel en un libro de la biblioteca, aunque Harry estaba seguro de haber leído el nombre en algún lado. Cuando em­pezaron las clases, volvieron a buscar en los libros durante diez minutos durante los recreos. Harry tenía menos tiempo que ellos, porque los entrenamientos de quidditch habían co­menzado también.

Wood los hacia trabajar más duramente que nunca. Ni siquiera la lluvia constante que había reemplazado a la nie­ve podía doblegar su ánimo. Los Weasley se quejaban de que Wood se había convertido en un fanático, pero Harry esta­ba de acuerdo con Wood. Si ganaban el próximo partido contra Hufflepuff, podrían alcanzar a Slytherin en el campeo­nato de las casas, por primera vez en siete años. Además de que deseaba ganar; Harry descubrió que tenía menos pesadi­llas cuando estaba cansado por el ejercicio.

Entonces, durante un entrenamiento en un día especial­mente húmedo y lleno de barro, Wood les dio una mala noti­cia. Se había enfadado mucho con los Weasley, que se tiraban en picado y fingían caerse de las escobas.

—¡Dejad de hacer tonterías! —gritó—. ¡Ésas son exacta­mente las cosas que nos harán perder el partido! ¡Esta vez el árbitro será Snape, y buscará cualquier excusa para quitar puntos a Gryffindor!

George Weasley, al oír esas palabras, casi se cayó de ver­dad de su escoba.

—¿Snape va a ser el árbitro? —Escupió un puñado de barro—. ¿Cuándo ha sido árbitro en un partido de quid­ditch? No será imparcial, si nosotros podemos sobrepasar a Slytherin.

El resto del equipo se acercó a George para quejarse.

—No es culpa mía —dijo Wood—. Lo que tenemos que hacer es estar seguros de jugar limpio, así no le daremos ex­cusa a Snape para marcarnos faltas.

Todo aquello estaba muy bien, pensó Harry; pero él tenía otra razón para no querer estar cerca de Snape mientras ju­gaba a quidditch.

Los demás jugadores se quedaron, como siempre, para charlar entre ellos al finalizar el entrenamiento, pero Harry se dirigió directamente a la sala común de Gryffindor; donde encontró a Ron y Hermione jugando al ajedrez. El ajedrez era la única cosa a la que Hermione había perdido, algo que Harry y Ron consideraban muy beneficioso para ella.

—No me hables durante un momento —dijo Ron, cuan­do Harry se sentó al lado—. Necesito concen... —vio el rostro de Harry—. ¿Qué te sucede? Tienes una cara terrible.

En tono bajo, para que nadie más los oyera, Harry les ex­plicó el súbito y siniestro deseo de Snape de ser árbitro de quidditch.

—No juegues —dijo de inmediato Hermione.

—Diles que estás enfermo —añadió Ron.

—Finge que se te ha roto una pierna —sugirió Hermione.

—Rómpete una pierna de verdad —dijo Ron.

—No puedo —dijo Harry—. No hay un buscador suplente. Si no juego, Gryffindor tampoco puede jugar.

En aquel momento Neville cayó en la sala común. Nadie se explicó cómo se las había arreglado para pasar por el agujero del retrato, porque sus piernas estaban pegadas jun­tas, con lo que reconocieron de inmediato el Maleficio de las Piernas Unidas. Había tenido que ir saltando todo el camino hasta la torre Gryffindor.

Todos empezaron a reírse, salvo Hermione, que se puso de pie e hizo el contramaleficio. Las piernas de Neville se se­pararon y pudo ponerse de pie, temblando.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Hermione, ayudándolo a sentarse junto a Harry y Ron.

—Malfoy —respondió Neville temblando—. Lo encontré fuera de la biblioteca. Dijo que estaba buscando a alguien para practicarlo.

—¡Ve a hablar con la profesora McGonagall! —lo instó Hermione—. ¡Acúsalo!

Neville negó con la cabeza.

—No quiero tener más problemas —murmuró.

—¡Tienes que hacerle frente, Neville! —dijo Ron—. Está acostumbrado a llevarse a todo el mundo por delante, pero ésa no es una razón para echarse al suelo a su paso y hacerle las cosas más fáciles.

—No es necesario que me digas que no soy lo bastante valiente para pertenecer a Gryffindor; eso ya me lo dice Mal­foy —dijo Neville, atragantándose.

Harry buscó en los bolsillos de su túnica y sacó una rana de chocolate, la última de la caja que Hermione le había re­galado para Navidad. Se la dio a Neville, que parecía estar a punto de llorar.

—Tu vales por doce Malfoys —dijo Harry—. ¿Acaso no te eligió para Gryffindor el Sombrero Seleccionador? ¿Y dónde está Malfoy? En la apestosa Slytherin.

Neville dejó escapar una débil sonrisa, mientras desen­volvía el chocolate.

—Gracias, Harry.. Creo que me voy a la cama... ¿Quie­res el cromo? Tú los coleccionas, ¿no?

Mientras Neville se alejaba, Harry miró el cromo de los Magos Famosos.

—Dumbledore otra vez —dijo— Él fue el primero que...

Bufó. Miró fijamente la parte de atrás de la tarjeta. Lue­go levantó la vista hacia Ron y Hermione.

—¡Lo encontré! —susurró—. ¡Encontré a Flamel! Os dije que había leído ese nombre antes. Lo leí en el tren, viniendo hacia aquí. Escuchad lo que dice: «El profesor Dumbledore es particularmente famoso por derrotar al mago tenebroso Grindelwald, en 1945, por el descubrimiento de las doce apli­caciones de la sangre de dragón ¡y por su trabajo en alquimia con su compañero Nicolás Flamel!».

Hermione dio un salto. No estaba tan excitada desde que le dieron la nota de su primer trabajo.

—¡Esperad aquí! —dijo, y se lanzó por la escalera hacia el dormitorio de las chicas. Harry y Ron casi no tuvieron tiempo de intercambiar una mirada de asombro y ya estaba allí de nuevo, con un enorme libro entre los brazos.

—¡Nunca pensé en buscar aquí! —susurró excitada—. Lo saqué de la biblioteca hace semanas, para tener algo lige­ro para leer.

—¿Ligero? —dijo Ron, pero Hermione le dijo que espera­ra, que tenía que buscar algo y comenzó a dar la vuelta a las páginas, enloquecida, murmurando para sí misma.

Al fin encontró lo que buscaba.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía!

—¿Podemos hablar ahora? —dijo Ron con malhumor. Hermione hizo caso omiso de él.

—Nicolás Flamel —susurró con tono teatral— es el úni­co descubridor conocido de la Piedra Filosofal.

Aquello no tuvo el efecto que ella esperaba.

—¿La qué? —dijeron Harry y Ron.

—¡Oh, no lo entiendo! ¿No sabéis leer? Mirad, leed aquí. Empujó el libro hacia ellos, y Harry y Ron leyeron:

 

El antiguo estudio de la alquimia está relacionado con el descubrimiento de la Piedra Filosofal, una sus­tancia legendaria que tiene poderes asombrosos. La piedra puede transformar cualquier metal en oro puro. También produce el Elixir de la Vida, que hace inmortal al que lo bebe.

Se ha hablado mucho de la Piedra Filosofal a tra­vés de los siglos, pero la única Piedra que existe ac­tualmente pertenece al señor Nicolás Flamel, el notable alquimista y amante de la ópera. El señor Flamel, que cumplió seiscientos sesenta y cinco años el año pasado, lleva una vida tranquila en Devon con su es­posa Perenela (de seiscientos cincuenta y ocho años).

 

—¿Veis? —dijo Hermione, cuando Harry y Ron termina­ron—. El perro debe de estar custodiando la Piedra Filosofal de Flamel. Seguro que le pidió a Dumbledore que se la guar­dase, porque son amigos y porque debe de saber que alguien la busca. ¡Por eso quiso que sacaran la Piedra de Gringotts!

—¡Una piedra que convierte en oro y hace que uno nunca muera! —dijo Harry—. ¡No es raro que Snape la busque! Cualquiera la querría.

—Y no es raro que no pudiéramos encontrar a Flamel en ese Estudio del reciente desarrollo de la hechicería —dijo Ron—. Él no es exactamente reciente si tiene seiscientos se­senta y cinco años, ¿verdad?

A la mañana siguiente, en la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, mientras copiaban las diferentes formas de tratar las mordeduras de hombre lobo, Harry y Ron se­guían discutiendo qué harían con la Piedra Filosofal si tuvie­ran una. Hasta que Ron dijo que él se compraría su propio equipo de quidditch y Harry recordó el partido en que ten­dría a Snape de árbitro.

—Jugaré —informó a Ron y Hermione—. Si no lo hago, todos los Slytherins pensarán que tengo miedo de enfrentar­me con Snape. Les voy a demostrar... les voy a borrar la son­risa de la cara si ganamos.



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