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El viaje desde el andén nueve y tres cuartos 7 ÷àñòü



—¿Está todo bien, Harry? —tuvo tiempo de gritarle, mientras lanzaba la bludger con furia hacia Marcus Flint.

—Slytherin toma posesión —decía Lee Jordan—. El ca­zador Pucey esquiva dos bludgers, a los dos Weasley y al caza­dor Bell, y acelera... esperen un momento... ¿No es la snitch?

Un murmullo recorrió la multitud, mientras Adrian Pu­cey dejaba caer la quaffle, demasiado ocupado en mirar por encima del hombro el relámpago dorado, que había pasado al lado de su oreja izquierda.

Harry la vio. En un arrebato de excitación se lanzó hacia abajo, detrás del destello dorado. El buscador de Slytherin, Terence Higgs, también la había visto. Nariz con nariz, se lanzaron hacia la snitch... Todos los cazadores parecían ha­ber olvidado lo que debían hacer y estaban suspendidos en el aire para mirar.

Harry era más veloz que Higgs. Podía ver la pequeña pe­lota, agitando sus alas, volando hacia delante. Aumentó su velocidad y..

¡PUM! Un rugido de furia resonó desde los Gryffindors de las tribunas... Marcus Flint había cerrado el paso de Harry, para desviarle la dirección de la escoba, y éste se aferra­ba para no caer.

—¡Falta! —gritaron los Gryffindors.

La señora Hooch le gritó enfadada a Flint, y luego orde­nó tiro libre para Gryffindor; en el poste de gol. Pero con toda la confusión, la snitch dorada, como era de esperar, había vuelto a desaparecer.

Abajo en las tribunas, Dean Thomas gritaba.

—¡Eh, árbitro! ¡Tarjeta roja!

—Esto no es el fútbol, Dean —le recordó Ron—. No se puede echar a los jugadores en quidditch... ¿Y qué es una tar­jeta roja?

Pero Hagrid estaba de parte de Dean.

—Deberían cambiar las reglas. Flint ha podido derribar a Harry en el aire.

A Lee Jordan le costaba ser imparcial.

—Entonces... después de esta obvia y desagradable trampa...

—¡Jordan! —lo regañó la profesora McGonagall.

—Quiero decir, después de esta evidente y asquerosa falta...

—¡Jordan, no digas que no te aviso...!

—Muy bien, muy bien. Flint casi mata al buscador de Gryffindor, cosa que le podría suceder a cualquiera, estoy se­guro, así que penalti para Gryffindor; la coge Spinnet, que tira, no sucede nada, y continúa el juego, Gryffindor todavía en posesión de la pelota.

Cuando Harry esquivó otra bludger, que pasó peligrosa­mente cerca de su cabeza, ocurrió. Su escoba dio una súbita y aterradora sacudida. Durante un segundo pensó que iba a caer. Se aferró con fuerza a la escoba con ambas manos y con las rodillas. Nunca había experimentado nada semejante.

Sucedió de nuevo. Era como si la escoba intentara derri­barlo. Pero las Nimbus 2.000 no decidían súbitamente tirar a sus jinetes. Harry trató de dirigirse hacia los postes de Gryffindor para decirle a Wood que pidiera una suspensión del partido, y entonces se dio cuenta de que su escoba estaba completamente fuera de control. No podía dar la vuelta. No podía dirigirla de ninguna manera. Iba en zigzag por el aire y, de vez en cuando, daba violentas sacudidas que casi lo ha­cían caer.

Lee seguía comentando el partido.

—Slytherin en posesión... Flint con la quaffle... la pasa a Spinnet, que la pasa a Bell... una bludger le da con fuerza en la cara, espero que le rompa la nariz (era una broma, profeso­ra), Slytherin anota un tanto, oh, no...

Los de Slytherin vitoreaban. Nadie parecía haberse dado cuenta de la conducta extraña de la escoba de Harry Lo lle­vaba cada vez más alto, lejos del juego, sacudiéndose y retor­ciéndose.

—No sé qué está haciendo Harry —murmuró Hagrid. Miró con los binoculares—. Si no lo conociera bien, diría que ha perdido el control de su escoba... pero no puede ser...

De pronto, la gente comenzó a señalar hacia Harry por encima de las gradas. Su escoba había comenzado a dar vuel­tas y él apenas podía sujetarse. Entonces la multitud jadeó. La escoba de Harry dio un salto feroz y Harry quedó colgan­do, sujeto sólo con una mano.

—¿Le sucedió algo cuando Flint le cerró el paso? —susu­rró Seamus.

—No puede ser —dijo Hagrid, con voz temblorosa—. Nada puede interferir en una escoba, excepto la poderosa magia tenebrosa... Ningún chico le puede hacer eso a una Nimbus 2.000.

Ante esas palabras, Hermione cogió los binoculares de Hagrid, pero en lugar de enfocar a Harry comenzó a buscar frenéticamente entre la multitud.

—¿Qué haces? —gimió Ron, con el rostro grisáceo.

—Lo sabía —resopló Hermione—. Snape... Mira.

Ron cogió los binoculares. Snape estaba en el centro de las tribunas frente a ellos. Tenía los ojos clavados en Harry y murmuraba algo sin detenerse.

—Está haciendo algo... Mal de ojo a la escoba —dijo Her­mione.

—¿Qué podemos hacer?

—Déjamelo a mí.

Antes de que Ron pudiera decir nada más, Hermione había desaparecido. Ron volvió a enfocar a Harry. La escoba vibraba tanto que era casi imposible que pudiera seguir col­gado durante mucho más tiempo. Todos miraban aterroriza­dos, mientras los Weasley volaban hacía él, tratando de po­ner a salvo a Harry en una de las escobas. Pero aquello fue peor: cada vez que se le acercaban, la escoba saltaba más alto. Se dejaron caer y comenzaron a volar en círculos, con el evidente propósito de atraparlo si caía. Marcus Flint cogió la quaffle y marcó cinco tantos sin que nadie lo advirtiera.

—Vamos, Hermione —murmuraba desesperado Ron.

Hermione había cruzado las gradas hacia donde se en­contraba Snape y en aquel momento corría por la fila de aba­jo. Ni se detuvo para disculparse cuando atropelló al profesor Quirrell y, cuando llegó donde estaba Snape, se agachó, sacó su varita y susurró unas pocas y bien elegidas palabras.

Unas llamas azules salieron de su varita y saltaron a la túnica de Snape. El profesor tardó unos treinta segundos en darse cuenta de que se incendiaba. Un súbito aullido le indi­có a la chica que había hecho su trabajo. Atrajo el fuego, lo guardó en un frasco dentro de su bolsillo y se alejó gateando por la tribuna. Snape nunca sabría lo que le había sucedido.

Fue suficiente. Allí arriba, súbitamente, Harry pudo su­bir de nuevo a su escoba.

—¡Neville, ya puedes mirar! —dijo Ron. Neville había estado llorando dentro de la chaqueta de Hagrid aquellos úl­timos cinco minutos.

Harry iba a toda velocidad hacia el terreno de juego cuando vieron que se llevaba la mano a la boca, como si fuera a marearse. Tosió y algo dorado cayó en su mano.

—¡Tengo la snitch! —gritó,agitándola sobre su cabeza; el partido terminó en una confusión total.

—No es que la haya atrapado, es que casi se la traga —to­davía gritaba Flint veinte minutos más tarde. Pero aque­llo no cambió nada. Harry no había faltado a ninguna regla y Lee Jordan seguía proclamando alegremente el resultado. Gryffindor había ganado por ciento setenta puntos a sesen­ta. Pero Harry no oía nada. Tomaba una taza de té fuerte, en la cabaña de Hagrid, con Ron y Hermione.

—Era Snape —explicaba Ron—. Hermione y yo lo vi­mos. Estaba maldiciendo tu escoba. Murmuraba y no te qui­taba los ojos de encima.

—Tonterías —dijo Hagrid, que no había oído una pala­bra de lo que había sucedido—. ¿Por qué iba a hacer algo así Snape?

Harry, Ron y Hermione se miraron, preguntándose qué le iban a decir. Harry decidió contarle la verdad.

—Descubrimos algo sobre él —dijo a Hagrid—. Trató de pasar ante ese perro de tres cabezas, en Halloween. Y el pe­rro lo mordió. Nosotros pensamos que trataba de robar lo que ese perro está guardando.

Hagrid dejó caer la tetera.

—¿Qué sabéis de Fluffy? —dijo.

¿Fluffy?

—Ajá... Es mío... Se lo compré a un griego que conocí en el bar el año pasado... y se lo presté a Dumbledore para guardar...

—¿Sí? —dijo Harry con nerviosismo.

—Bueno, no me preguntéis más —dijo con rudeza Ha­grid—. Es un secreto.

—Pero Snape trató de robarlo.

—Tonterías —repitió Hagrid—. Snape es un profesor de Hogwarts, nunca haría algo así.

—Entonces ¿por qué trató de matar a Harry? —gritó Hermione.

Los acontecimientos de aquel día parecían haber cam­biado su idea sobre Snape.

—Yo conozco un maleficio cuando lo veo, Hagrid. Lo he leído todo sobre ellos. ¡Hay que mantener la vista fija y Sna­pe ni pestañeaba, yo lo vi!

—Os digo que estáis equivocados —dijo ofuscado Ha­grid—. No sé por qué la escoba de Harry reaccionó de esa ma­nera. .. ¡Pero Snape no iba a tratar de matar a un alumno! Ahora, escuchadme los tres, os estáis metiendo en cosas que no os conciernen y eso es peligroso. Olvidaos de ese perro y ol­vidad lo que está vigilando. En eso sólo tienen un papel el profesor Dumbledore y Nicolás Flamel...

—¡Ah! —dijo Harry—. Entonces hay alguien llamado Nicolás Flamel que está involucrado en esto, ¿no?

Hagrid pareció enfurecerse consigo mismo.

 

 

El espejo de Oesed

 

 

Se acercaba la Navidad. Una mañana de mediados de diciem­bre Hogwarts se descubrió cubierto por dos metros de nieve. El lago estaba sólidamente congelado y los gemelos Weasley fueron castigados por hechizar varias bolas de nieve para que siguieran a Quirrell y lo golpearan en la parte de atrás de su turbante. Las pocas lechuzas que habían podido llegar a través del cielo tormentoso para dejar el correo tuvieron que quedar al cuidado de Hagrid hasta recuperarse, antes de volar otra vez.

Todos estaban impacientes de que empezaran las vaca­ciones. Mientras que la sala común de Gryffindor y el Gran Comedor tenían las chimeneas encendidas, los pasillos, lle­nos de corrientes de aire, se habían vuelto helados, y un vien­to cruel golpeaba las ventanas de las aulas. Lo peor de todo eran las clases del profesor Snape, abajo en las mazmorras, en donde la respiración subía como niebla y los hacía mante­nerse lo más cerca posible de sus calderos calientes.

—Me da mucha lástima —dijo Draco Malfoy, en una de las clases de Pociones— toda esa gente que tendrá que que­darse a pasar la Navidad en Hogwarts, porque no los quieren en sus casas.

Mientras hablaba, miraba en dirección a Harry. Crabbe y Goyle lanzaron risitas burlonas. Harry, que estaba pesan­do polvo de espinas de pez león, no les hizo caso. Después del partido de quidditch, Malfoy se había vuelto más desagrada­ble que nunca. Disgustado por la derrota de Slytherin, había tratado de hacer que todos se rieran diciendo que un sapo conuna gran boca podía reemplazar a Harry como buscador. Pero entonces se dio cuenta de que nadie lo encontraba gra­cioso, porque estaban muy impresionados por la forma en que Harry se había mantenido en su escoba. Así que Malfoy; celoso y enfadado, había vuelto a fastidiar a Harry por no te­ner una familia apropiada.

Era verdad que Harry no iría a Privet Drive para las fiestas. La profesora McGonagall había pasado la semana antes, haciendo una lista de los alumnos que iban a que­darse allí para Navidad, y Harry puso su nombre de inmediato. Y no se sentía triste, ya que probablemente ésa sería la mejor Navidad de su vida. Ron y sus hermanos también se queda­ban, porque el señor y la señora Weasley se marchaban a Ru­mania, a visitar a Charles.

Cuando abandonaron los calabozos, al finalizar la clase de Pociones, encontraron un gran abeto que ocupaba el ex­tremo del pasillo. Dos enormes pies aparecían por debajo del árbol y un gran resoplido les indicó que Hagrid estaba detrás de él.

—Hola, Hagrid. ¿Necesitas ayuda? —preguntó Ron, me­tiendo la cabeza entre las ramas.

—No, va todo bien. Gracias, Ron.

—¿Te importaría quitarte de en medio? —La voz fría y gangosa de Malfoy llegó desde atrás—. ¿Estás tratando de ganar algún dinero extra, Weasley? Supongo que quieres ser guardabosques cuando salgas de Hogwarts... Esa choza de Hagrid debe de parecerte un palacio, comparada con la casa de tu familia.

Ron se lanzó contra Malfoy justo cuando aparecía Snape en lo alto de las escaleras.

—¡WEASLEY!

Ron soltó el cuello de la túnica de Malfoy.

—Lo han provocado, profesor Snape —dijo Hagrid, sa­cando su gran cabeza peluda por encima del árbol—. Malfoy estaba insultando a su familia.

—Lo que sea, pero pelear está contra las reglas de Hog­warts, Hagrid —dijo Snape con voz amable—. Cinco puntos menos para Gryffindor; Weasley, y agradece que no sean más. Y ahora marchaos todos.

Malfoy, Crabbe y Goyle pasaron bruscamente, sonriendo con presunción.

—Voy a atraparlo —dijo Ron, sacando los dientes ante la espalda de Malfoy—. Uno de estos días lo atraparé...

—Los detesto a los dos —añadió Harry—. A Malfoy y a Snape.

—Vamos, arriba el ánimo, ya es casi Navidad —dijo Ha­grid—. Os voy a decir qué haremos: venid conmigo al Gran Comedor; está precioso.

Así que los tres siguieron a Hagrid y su abeto hasta el Gran Comedor, donde la profesora McGonagall y el profesor Flitwick estaban ocupados en la decoración.

El salón estaba espectacular. Guirnaldas de muérdago y acebo colgaban de las paredes, y no menos de doce árboles de Navidad estaban distribuidos por el lugar, algunos brillando con pequeños carámbanos, otros con cientos de velas.

—¿Cuántos días os quedan para las vacaciones? —pre­guntó Hagrid.

—Sólo uno —respondió Hermione—. Y eso me recuer­da... Harry, Ron, nos queda media hora para el almuerzo, de­beríamos ir a la biblioteca.

—Sí, claro, tienes razón —dijo Ron, obligándose a apar­tar la vista del profesor Flitwick, que sacaba burbujas dora­das de su varita, para ponerlas en las ramas del árbol nuevo.

—¿La biblioteca? —preguntó Hagrid, acompañándolos hasta la puerta—. ¿Justo antes de las fiestas? Un poco triste, ¿no creéis?

—Oh, no es un trabajo —explicó alegremente Harry—. Desde que mencionaste a Nicolás Flamel, estamos tratando de averiguar quién es.

—¿Qué? —Hagrid parecía impresionado—. Escuchadme... Ya os lo dije... No os metáis. No tiene nada que ver con vosotros lo que custodia ese perro.

—Nosotros queremos saber quién es Nicolás Flamel, eso es todo —dijo Hermione.

—Salvo que quieras ahorrarnos el trabajo —añadió Harry—. Ya hemos buscado en miles de libros y no hemos po­dido encontrar nada... Si nos das una pista... Yo sé que leí su nombre en algún lado.

—No voy a deciros nada —dijo Hagrid con firmeza.

—Entonces tendremos que descubrirlo nosotros —dijo Ron. Dejaron a Hagrid malhumorado y fueron rápidamente a la biblioteca.

Habían estado buscando el nombre de Flamel desde que a Hagrid se le escapó, porque ¿de qué otra manera podían averiguar lo que quería robar Snape? El problema era la difi­cultad de buscar; sin saber qué podía haber hecho Flamel para figurar en un libro. No estaba en Grandes magos del si­glo XX, ni en Notables nombres de la magia de nuestro tiem­po; tampoco figuraba en Importantes descubrimientos en la magia moderna ni en Un estudio del reciente desarrollo de la hechicería. Y además, por supuesto, estaba el tamaño de la biblioteca, miles y miles de libros, miles de estantes, cientos de estrechas filas...

Hermione sacó una lista de títulos y temas que había de­cidido investigar; mientras Ron se paseaba entre una fila de libros y los sacaba al azar. Harry se acercó a la Sección Prohi­bida. Se había preguntado si Flamel no estaría allí. Pero por desgracia, hacía falta un permiso especial, firmado por un profesor, para mirar alguno de los libros de aquella sec­ción, y sabía que no iba a conseguirlo. Allí estaban los libros con la poderosa Magia del Lado Oscuro, que nunca se ense­ñaba en Hogwarts y que sólo leían los alumnos mayores, que estudiaban cursos avanzados de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—¿Qué estás buscando, muchacho?

—Nada —respondió Harry.

La señora Pince, la bibliotecaria, empuñó un plumero ante su cara.

—Entonces, mejor que te vayas. ¡Vamos, fuera!

Harry salió de la biblioteca, deseando haber sido más rá­pido en inventarse algo. Él, Ron y Hermione se habían pues­to de acuerdo en que era mejor no consultar a la señora Pince sobre Flamel. Estaban seguros de que ella podría decírselo, pero no podían arriesgarse a que Snape se enterara de lo que estaban buscando.

Harry los esperó en el pasillo, para ver si los otros ha­bían encontrado algo, pero no tenía muchas esperanzas. Des­pués de todo, buscaban sólo desde hacía quince días y en los pocos momentos libres, así que no era raro que no encontra­ran nada. Lo que realmente necesitaban era una buena in­vestigación, sin la señora Pince pegada a sus nucas.

Cinco minutos más tarde, Ron y Hermione aparecieron negando con la cabeza. Se marcharon a almorzar.

—Vais a seguir buscando cuando yo no esté, ¿verdad? —dijo Hermione—. Si encontráis algo, enviadme una lechuza.

—Y tú podrás preguntarle a tus padres si saben quién es Flamel —dijo Ron—. Preguntarle a ellos no tendrá riesgos.

—Ningún riesgo, ya que ambos son dentistas —respon­dió Hermione.

 

 

Cuando comenzaron las vacaciones, Ron y Harry tuvieron mucho tiempo para pensar en Flamel. Tenían el dormitorio para ellos y la sala común estaba mucho más vacía que de costumbre, así que podían elegir los mejores sillones frente al fuego. Se quedaban comiendo todo lo que podían pinchar en un tenedor de tostar (pan, buñuelos, melcochas) y planea­ban formas de hacer que expulsaran a Malfoy, muy diverti­das, pero imposibles de llevar a cabo.

Ron también comenzó a enseñar a Harry a jugar al aje­drez mágico. Era igual que el de los muggles, salvo que las piezas estaban vivas, lo que lo hacía muy parecido a dirigir un ejército en una batalla. El juego de Ron era muy antiguo y estaba gastado. Como todo lo que tenía, había pertenecido a alguien de su familia, en este caso a su abuelo. Sin embargo, las piezas de ajedrez viejas no eran una desventaja. Ron las conocía tan bien que nunca tenía problemas en hacerles ha­cer lo que quería.

Harry jugó con el ajedrez que Seamus Finnigan le había prestado, y las piezas no confiaron en él. Él todavía no era muy buen jugador, y las piezas le daban distintos consejos y lo confundían, diciendo, por ejemplo: «No me envíes a mí. ¿No ves el caballo? Muévelo a él, podemos permitirnos per­derlo».

En la víspera de Navidad, Harry se fue a la cama, deseo­so de que llegara el día siguiente, pensando en toda la diver­sión y comida que lo aguardaban, pero sin esperar ningún re­galo. Cuando al día siguiente se despertó temprano, lo primero que vio fue unos cuantos paquetes a los pies de su cama.

—¡Feliz Navidad! —lo saludó medio dormido Ron, mien­tras Harry saltaba de la cama y se ponía la bata.

—Para ti también —contestó Harry—. ¡Mira esto! ¡Me han enviado regalos!

—¿Qué esperabas, nabos? —dijo Ron, volviéndose hacia sus propios paquetes, que eran más numerosos que los de Harry

Harry cogió el paquete que estaba más arriba. Estaba envuelto en papel de embalar y tenía escrito: «Para Harry de Hagrid». Contenía una flauta de madera, toscamente trabajada. Era evidente que Hagrid la había hecho. Harry sopló y la flauta emitió un sonido parecido al canto de la le­chuza.

El segundo, muy pequeño, contenía una nota.

«Recibimos tu mensaje y te mandamos tu regalo de Na­vidad. De tío Vernon y tía Petunia.» Pegada a la nota estaba una moneda de cincuenta peniques.

—Qué detalle —comentó Harry.

Ron estaba fascinado con los cincuenta peniques.

—¡Qué raro! —dijo— ¡Qué forma! ¿Esto es dinero?

—Puedes quedarte con ella —dijo Harry, riendo ante el placer de Ron—. Hagrid, mis tíos... ¿Quién me ha enviado éste?

—Creo que sé de quién es ése —dijo Ron, algo rojo y se­ñalando un paquete deforme—. Mi madre. Le dije que creías que nadie te regalaría nada y.. oh, no —gruñó—, te ha hecho un jersey Weasley.

Harry abrió el paquete y encontró un jersey tejido a mano, grueso y color verde esmeralda, y una gran caja de pastel de chocolate casero.

—Cada año nos teje un jersey —dijo Ron, desenvolvien­do su paquete— y el mío siempre es rojo oscuro.

—Es muy amable de parte de tu madre —dijo Harry probando el pastel, que era delicioso.

El siguiente regalo también tenía golosinas, una gran caja de ranas de chocolate, de parte de Hermione.

Le quedaba el último. Harry lo cogió y notó que era muy ligero. Lo desenvolvió.

Algo fluido y de color gris plateado se deslizó hacia el suelo y se quedó brillando. Ron bufó.

—Había oído hablar de esto —dijo con voz ronca, dejan­do caer la caja de grageas de todos los sabores, regalo de Her­mione—. Si es lo que pienso, es algo verdaderamente raro y valioso.

—¿Qué es?

Harry cogió el género brillante y plateado. El tocarlo pro­ducía una sensación extraña, como si fuera agua convertida en tejido.

—Es una capa invisible —dijo Ron, con una expresión de temor reverencial—. Estoy seguro... Pruébatela.

Harry se puso la capa sobre los hombros y Ron lanzó un grito.

—¡Lo es! ¡Mira abajo!

Harry se miró los pies, pero ya no estaban. Se dirigió al espejo. Efectivamente: su reflejo lo miraba, pero sólo su cabe­za suspendida en el aire, porque su cuerpo era totalmente in­visible. Se puso la capa sobre la cabeza y su imagen desapa­reció por completo.

—¡Hay una nota! —dijo de pronto Ron—. ¡Ha caído una nota!

Harry se quitó la capa y cogió la nota. La caligrafía, fina y llena de curvas, era desconocida para él. Decía:

 

Tu padre dejó esto en mi poder antes de morir. Ya es tiempo de que te sea devuelto. Utilízalo bien.

Una muy Feliz Navidad para ti.

 

No tenía firma. Harry contempló la nota. Ron admiraba la capa.

—Yo daría cualquier cosa por tener una —dijo— Lo que sea. ¿Qué te sucede?

—Nada —dijo Harry Se sentía muy extraño. ¿Quién le había enviado la capa? ¿Realmente había pertenecido a su padre?

Antes de que pudiera decir o pensar algo, la puerta del dormitorio se abrió de golpe y Fred y George Weasley entra­ron. Harry escondió rápidamente la capa. No se sentía con ganas de compartirla con nadie más.

—¡Feliz Navidad!

—¡Eh, mira! ¡A Harry también le han regalado un jersey Weasley!

Fred y George llevaban jerséis azules, uno con una gran letra F y el otro con la G.

—El de Harry es mejor que el nuestro —dijo Fred co­giendo el jersey de Harry—. Es evidente que se esmera más cuando no es para la familia.

—¿Por qué no te has puesto el tuyo, Ron? —quiso saber George—. Vamos, pruébatelo, son bonitos y abrigan.

—Detesto el rojo oscuro —se quejó Ron, mientras se lo pasaba por la cabeza.

—No tenéis la inicial en los vuestros —observó George—. Supongo que ella piensa que no os vais a olvidar de vuestros nombres. Pero nosotros no somos estúpidos... Sabemos muy bien que nos llamamos Gred y Feorge.

—¿Qué es todo ese ruido?

Percy Weasley asomó la cabeza a través de la puerta, con aire de desaprobación. Era evidente que había ido desenvol­viendo sus regalos por el camino, porque también tenía un jersey bajo el brazo, que Fred vio.

—¡P de prefecto! Pruébatelo, Percy, vamos, todos nos lo hemos puesto, hasta Harry tiene uno.

—Yo... no... quiero —dijo Percy, con firmeza, mientras los gemelos le metían el jersey por la cabeza, tirándole las gafas al suelo.

—Y hoy no te sentarás con los prefectos —dijo George—. La Navidad es para pasarla en familia.

Cogieron a Percy y se lo llevaron de la habitación, con los brazos sujetos por el jersey.

 

 

Harry no había celebrado en su vida una comida de Navidad como aquélla. Un centenar de pavos asados, montañas de patatas cocidas y asadas, soperas llenas de guisantes con mantequilla, recipientes de plata con una grasa riquísima y salsa de moras, y muchos huevos sorpresa esparcidos por to­das las mesas. Estos fantásticos huevos no tenían nada que ver con los flojos artículos de los muggles, que Dudley habi­tualmente compraba, ni con juguetitos de plástico ni gorri­tos de papel. Harry tiró uno al suelo y no sólo hizo ¡pum!, sino que estalló como un cañonazo y los envolvió en una nube azul, mientras del interior salían una gorra de con­traalmirante y varios ratones blancos, vivos. En la Mesa Alta, Dumbledore había reemplazado su sombrero cónico de mago por un bonete floreado, y se reía de un chiste del profe­sor Flitwick.

A los pavos les siguieron los pudines de Navidad, fla­meantes. Percy casi se rompió un diente al morder un sickle de plata que estaba en el trozo que le tocó. Harry observaba a Hagrid, que cada vez se ponía más rojo y bebía más vino, hasta que finalmente besó a la profesora McGonagall en la mejilla y, para sorpresa de Harry, ella se ruborizó y rió, con el sombrero medio torcido.

Cuando Harry finalmente se levantó de la mesa, estaba cargado de cosas de las sorpresas navideñas, y que incluían globos luminosos que no estallaban, un juego de Haga Crecer Sus Propias Verrugas y piezas nuevas de ajedrez. Los rato­nes blancos habían desaparecido, y Harry tuvo el horrible presentimiento de que iban a terminar siendo la cena de Na­vidad de la Señora Norris.

Harry y los Weasley pasaron una velada muy diverti­da, con una batalla de bolas de nieve en el parque. Más tarde, helados, húmedos y jadeantes, regresaron a la sala común de Gryffindor para sentarse al lado del fuego. Allí Harry es­trenó su nuevo ajedrez y perdió espectacularmente con Ron. Pero sospechaba que no habría perdido de aquella manera si Percy no hubiera tratado de ayudarlo tanto.



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